El clima ha cambiado, ciertamente: ahora es predecible. Los especialistas pueden pronosticar el tiempo sin añadir a sus predicciones la frase con que remataba las suyas aquel meteorólogo vernáculo: "Todo eso si Dios quiere".
Yo prefiero la época en que nadie sabía si iba a llover al día siguiente, o si habría neblina. La lluvia llegaba como deben llegar las lluvias y la felicidad: cuando nadie las espera. También la niebla entraba sin aviso, de modo que era un gozo despertar y ver por la ventana que no se veía nada.
En este momento tirita mi ciudad entre la lluvia y la neblina. Yo quisiera ponerle un chal como el que usaban las señoritas de antes. Me parece que los hilillos de agua que bajan por las calles le dan escalofríos. Ojalá pudiera darle un traguito de este ponche con ron que estoy tomando. Pero las señoritas de antes no beben ron, ni aun en el ponche. Brillará luego el sol, y mi ciudad saldrá a la calle, y en sus pasos se oirá el roce de crinolina recién almidonada.
¡Hasta mañana!...