Cuando no nos veía nadie yo le hablaba. Le decía que no se rindiera, que se esforzara; le pedía que no se dejara morir.
¿Me escuchaba él? No lo sé. Ninguna señal daba de vida. Pero yo regresaba al día siguiente, y con las mismas palabras volvía hacerle el mismo ruego: que viviera.
Ayer lo visité otra vez, y noté un pequeño brote en él. El alma se me llenó de gozo: había pensado que no se salvaría aquel nogal que trasplantamos. Hubo necesidad de cambiarlo porque el camino nuevo pasaría por donde estaba el árbol. Yo me alarmé cuando los podadores le cortaron el ramaje antes de trasplantarlo.
-Las ramas no importan, licenciado -me dijo don Abundio-. Importa la raíz.
Mucho he pensado en las palabras del sapiente viejo. Tiene razón: aunque la vida nos trasplante seguiremos siendo lo que somos si conservamos la raíz.
¡Hasta mañana!...