San Martín iba en su caballo, y vio a un pordiosero que temblaba de frío, pues no tenía manto.
San Martín se detuvo, con la espada cortó su manto en dos y dio la mitad al pordiosero.
Al día siguiente una comisión de reclamentes visitó a San Martín para pedirle cuentas. Uno le reprochó haber humillado al pordiosero con aquel acto de limosna. Otro lo llamó egoísta y cicatero: ¿por qué no le dio todo el manto? Un tercero lo acusó de haber explotado al pobre: de acuerdo con la ley de la plusvalía debió darle no el 50 por ciento del manto, sino el 84.33. Uno más lo acusó de paternalista. Otro le espetó un largo sermón, del cual San Martín no entendió nada, acerca de la diferencia que hay entre dar un pez a un hombre y enseñarlo a pescar.
Logró finalmente San Martín desprenderse de aquella turba airada. Y mientras se alejaba iba mascullando entre dientes:
-¡De imbécil me paso si vuelvo a ser caritativo!
¡Hasta mañana!...