¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, aquella vez que se nos hizo de noche cuando bajábamos del Coahuilón? Perdí la vereda, y pensé que tendríamos que dormir ahí, en el monte. Pero tú echaste a caminar, y yo seguí tus pasos -te detenías cuando me rezagaba yo-, y de pronto salimos al camino y pude ver a lo lejos las luces de las casas.
Ahora que sólo estás en mi recuerdo -ahora ¡qué solo estás en mi recuerdo!- pienso en aquella noche y evoco los piadosos relatos de la abuela. Nos decía que nuestro ángel de la guarda se disfraza a veces para protegernos. El hombre que nos gritó para advertirnos que no cruzáramos la calle, porque venía un auto, era en verdad un ángel de la guarda con apariencia de hombre.
Yo creo, Terry, que esa noche tú fuiste mi ángel protector. Yo fui el tuyo aquel día que te detuve cuando, pequeño aún, te dirigías a oliscar una criatura desconocida para ti, la víbora de cascabel. A lo mejor, Terry, todos somos los ángeles de todos. Al menos deberíamos serlo. Te recuerdo ahora, y quisiera que estuvieras aquí para decirme si fuiste un perro disfrazado de ángel o fuiste un ángel con disfraz de perro.
¡Hasta mañana!...