Reinaba en Córdoba Al-Hakim. Este moro de tez aceitunada y alma lánguida gustaba de la música. Tocaba con mucho arte la flauta llamada “de pico”, de casi un metro de largo y siete agujeros. Uno más le añadió Al-Hakim, y estaba muy orgulloso de la añadidura.
El pueblo hacía burla de aquel orgullo real. Era ridículo eso de que un monarca cifrara su mayor gloria en haberle puesto a la flauta un agujero más. Cuando la gente se refería a una cosa sin importancia, fútil, solía decir:
-Es obra de Al-Hakim.
Se enteró de eso el rey de Córdoba. Hizo llamar a los mejores arquitectos de su reino, a los más afamados artesanos, y les ordenó reconstruir la pobre mezquita de la ciudad. Todos sus tesoros y todo su arte los aplicó a la magna obra. Acabada, la mezquita de Córdoba fue el adorno mejor de Andalucía. A partir de entonces la gente, al referirse a una cosa magnífica, maravillosa, empezó a decir: