Llega el viajero a Valle de Bravo. Aun sin estar con él lo guía su maestro, ese hombre bueno y sabio que se llama Silvino Jaramillo. El viajero ha escuchado a don Silvino hacer el cumplido elogio de su solar nativo, y ahora camina por sus calles igual que si las conociera ya.
Entra el viajero en el templo parroquial. Lo reciben las dos formidables columnas de su pórtico, capaces de resistir al mismísimo Sansón. Y entonces le acontece al viajero un pequeño milagro. Es junio, y es la hora del rosario vespertino. Una muchacha angelical le pone entre las manos una flor. Acaba el rezo del tercer misterio y cantan el órgano y las voces. Va el viajero tras de los fieles que ofrecen flores al Sagrado Corazón, y deja la suya en el altar. Sesenta años hacía que no ofrecía flores, y lo hace ahora con la misma ingenua devoción de la primera edad.
Terminan los misterios del rosario. Son misterios gozosos, como el que llevó al viajero a este lugar de encanto donde volvió a ser niño con el alma mojada todavía por el agua de la pila bautismal.
¡Hasta mañana!...