Sus hermanos aconsejaron a San Virila que no fuera a predicar la palabra del Señor entre los hombres de aquel pueblo.
-Tienen corazón de piedra -le dijeron-.
Pero fue San Virila, y predicó. Y el Espíritu puso en San Virila palabras hermosísimas, llenas de sabiduría y de verdad. Y sucedió que las piedras se llenaron de gotitas cristalinas, como el rocío matinal, y pequeños hilillos de agua clara comenzaron a correr por entre ellas: las piedras, oyendo predicar a San Virila, se habían conmovido de tal modo que lloraron, y aquel rocío eran sus lágrimas.
No así los hombres. Escucharon estólidos la prédica y cuando San Virila terminó le dieron la espalda y se marcharon con su maldad, y su egoísmo, y su soberbia.
Regresó a su convento muy triste San Virila y contó a sus hermanos lo que le había sucedido.
-¿Verdad -le dijeron-, que aquellos hombres tienen corazón de piedra?
-No -respondió San Virila-. Tienen corazón de hombre.
Y lloró, como las piedras.
¡Hasta mañana!....