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MIRADOR

Por Armando Fuentes Aguirre

Diógenes de Halicarapsis era un filósofo preclaro. Doce ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna, hasta que él dijo en un discurso: "De Halicarapsis soy, donde el ruido de las olas se funde con el fragor de los volcanes”. La frase gustó mucho, sobre todo porque en Halicarapsis no había mar ni volcanes. El tirano Periandreo mandó grabar aquellas palabras con letras de oro en el frontis del templo de Mercurio, dios de los mercaderes, los ladrones y los oradores.

Periandreo quiso honrar aún más al maestro. Ordenó que su nombre fuera impuesto a una ciudad. Diógenes, modesto, declinó el honor. Dijo que sólo a los muertos se debe ese homenaje. El tirano pareció contrariado, pero no replicó, pues respetaba mucho al pensador. Mandó forjar en bronce una gran placa con el nombre del filósofo y la hizo fijar en la pared, cubierta con un velo. Entonces sacó su espada y atravesó con ella a Diógenes. Esperó hasta que el maestro exhaló su último aliento, y sólo entonces descorrió el velo que cubría la placa. Luego dijo:

-Me honro en imponer a esta ciudad el nombre de Diógenes.

Enseguida volvió la vista hacia el cadáver y añadió en tono condolido:

-Que en paz descanse.

¡Hasta mañana!...

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