Al-Fakim, señor de Córdoba, se prendó de los ojos de alfanje de Malada, una morilla de 13 años dueña de todas las inocencias de una niña y todas las perversidades de una mujer.
Al-Fakim era hombre de muchos años. Suya era la casa mejor de la ciudad, suya la jaca más lucida, suyos la vid más rica y el olivar mayor. Era también un hombre sabio: hacía dudar a los exégetas cuando comentaba los suras del Corán. Poeta, a todos conmovía cuando cantaba sus alabanzas del amor.
Por aquella Malada se arruinó Al-Fakim. Los parientes de la muchacha se valieron de ella para despojar al rico señor. Cayeron sobre su casa y sus cortijos como una nube de langosta. Y él los dejaba hacer, absorto en sus amores. Cuando despertó de aquel sueño inefable se halló solo: eran idos Malada y los parientes; estaban perdidos el olivar y la vid; la casa y la preciosa yegua.
Al-Fakim se vio en la necesidad de mendigar. Pero mendigaba con una sonrisa. Mientras los otros pordioseros maldecían, feroces como chacales del desierto, Al-Fakim sonreía. Pobre su cuerpo, en su alma se había quedado para siempre el recuerdo de la felicidad. Era pobre, pero sólo por afuera.
¡Hasta mañana!...