Yo también hice mi peregrinación guadalupana. Caminé por las calles de la ciudad hasta llegar al santuario de la Virgen. Fui a ella como el hijo extraviado vuelve a la casa de su madre, y le pedí perdón por mis desvíos, y al verla sentí consuelo y protección.
No merezco, lo sé, su amor de madre. Pero ¿acaso hay alguno que merezca ese infinito amor? Puse los ojos en su imagen, y en torno de ella vi a las mujeres que me inspiraron su santa devoción: mi abuela, que me enseñó a cantar "Adiós, Reina del Cielo...", mi mamá, que tenía en su cabecera la estampa de la Virgen mexicana; la madre de mi esposa, que adornaba con flores en diciembre su imagen bendecida...
Pobre del hombre que perdió al niño que fue. Yo lo he perdido en las revueltas de la vida, pero lo hallo de pronto, y el niño que fui hace muchos años me toma de la mano y me conduce por caminos buenos. Éste que el día once recorrí me llevó hasta el santuario de la Virgen. Ahí encontré a mi madre. Ahí me encontré yo.
¡Hasta mañana!...