CARTAS CAMINERAS
Como te decía, Las Vegas, como ciudad norteamericana come aparte; pero, también San Francisco no se parece nada al resto que, con excepción de Nueva Orleans, parecen estar cortadas por las mismas tijeras.
Por mucho que lo esconda entre su caserío tipo victoriano, o sus barrios chinos e italianos, cuando paseas por él no dejas de identificar cierta manera de ser, ciertos sabores que te recuerdan que todo esto alguna vez fue nuestro, aunque tienes que reconocer que si lo hubiera seguido siendo no sería, entre otras cosas, lo rico que hoy es.
No fue fácil, como puede suponerse, la vida de sus primeros habitantes llegados de todas partes del mundo, y que debían sobrevivir con un ojo al gato y otro al garabato, pendientes de todos, los indios incluidos. Dicen algunos de sus historiadores que aquellas gentes para lograr conservar sus propias vidas tuvieron que aprender a ser tan salvajes como los propios salvajes que en ella encontraron. “Pero ninguna sociedad pudo haber crecido tan rápidamente sin la libre elección del pueblo, única autoridad efectiva, no hubiera dado la base mínima de la ley. En la frontera del Oeste, la voluntad general, como la igualdad política de todos los hombres (blancos), no eran ficción de un filósofo de la política, sino una realidad perceptible”.
Y fue en California, precisamente, donde nuestros primos se enfrentaron con los problemas de una sociedad enriquecida casi de sorpresa, y no con el resultado de un trabajo que necesita de años para tener resultados positivos. En el sur del país se evaporó la autoridad federal, que se restauró al precio de medio millón de vidas. Pero, Norteamérica siempre ha estado dispuesta a pagar el precio, el que sea: dinero, vidas, guerras, de lo que quiere.
En realidad este pueblo no sería lo que es sino porque todos sus habitantes coinciden en amarlo de la misma manera en ese su hacerlo diariamente, soñándolo conjuntamente, y luego no quitando el dedo del renglón hasta realizar lo soñado. Hombres y mujeres lo han logrado luchando juntos, creando sus lemas, sus leyendas, su historia. En sus primeros empeños el ferrocarril fue de gran ayuda, dividiendo en dos las manadas de búfalos, según leímos todos los de mi edad en aquellos cuadernillos semanales en que nos llegaba la historia de Buffalo Bill.
No se detuvieron ante nada: no usaron de adorno el revólver, ni el rifle de repetición. Todo esto hasta 1899, en que el Oeste dejó de ser salvaje.
Empíricos, como siempre han sido, sus costumbres nacieron de necesidades ingentes. Cuando les fue necesario vender su país a los inversionistas mintieron acerca de ella llamándola rosada y pintándola así en su publicidad y nadie señaló el engaño porque todos tienen un espíritu mutuo de fomento.
Todo esto que vamos viendo y que admiramos no son sino ideas buenas de algunos hombres apoyadas por el resto, y no menospreciadas por otros, como suele suceder en otras partes, entre nosotros, por ejemplo, para decir algo que todos conocemos. ¡Cuántas cosas hemos dejado de hacer, en el país y en nuestra ciudad, sólo porque la idea partió de otra persona! Ahí están ni más ni menos los treinta años que han pasado para que Torreón llegue a tener en el centro un estacionamiento subterráneo, que varias veces se ha visto casi listo para realizarse y siempre no falta qué se interponga para evitarlo, no obstante que todos sabemos que alguna vez llegará a hacerse, falte lo que falte para lograrlo.
Cuatro años faltan para que conmemore Torreón sus primeros cien años como ciudad. Si algo como esto pasara por allá ya estarían trabajando en su programa de festejos, en las obras que ese año inaugurarían, en tanto que aquí nosotros permanecemos como si esa fecha nunca fuera a llegar.
Por esto San Francisco, California, sigue creciendo; por eso cada vez que se visitan estas ciudades norteamericanas se encuentran iguales y diferentes al mismo tiempo, trátese de grandes capitales, como de pueblos pequeños. Sus moradores los aman y lo demuestran adornándolos, y aman el resultado de todos ellos: su patria.
En ocasión anterior visitamos muy temprano el puerto donde los pescadores italianos en plena calle y en grandísimas ollas cocían los mariscos, de camarones a langostas en tanto cantaban a voz en grito, buenas voces por cierto, los cantos de su tierra. No sé si seguirán. Hoy no somos tan madrugadores como entonces, no en balde han pasado tantos años, llenando en cambio de lugares populares nuestros paseos vespertinos y dejando la noche para los espectáculos, saliendo de alguno de los cuales nos encontramos a Gustavo Díaz de León y a Lupita, su señora esposa, y en otra parte Elvira vio a Luis Amarante con toda su tribu.
La última noche despedimos al viejo año y recibimos al nuevo cenando en la bahía en un barco, el San Francisco Belle, en compañía de Luis Alberto y Elvira H. de Aguirre, nuestros anfitriones, y sus hijos: Annie, Luis, Diana y Adrián, nuestro bisnieto, niño de un año que se robó el viaje por su sangre liviana, saludando a todo mundo, sonriendo a todos, y no negándose a los desconocidos que le extendían los brazos para tomarse fotografías con él. Mientras cenábamos el barco navegó alrededor de la bahía, en tanto una orquesta tocaba las piezas de baile de moda en un tono suave que permitía toda plática. Al dar las doce los asistentes de cada mesa se felicitaban entre sí y luego se salían del comedor para ver desde fuera los fuegos artificiales que enfrente, desde una barcaza, lanzaban al espacio llenando de luces el cielo.
Y bueno, Feliz Año Nuevo que Dios llene de salud a mis lectores.