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MIRAJES

Por Emilio Herrera

Recuerdos de un viaje

Como creo haberlo dicho antes, la verdadera razón de este viaje fue visitar Praga, o Praha, como allá se escribe. ¿Y por qué? ¿Por qué, de pronto, tal inquietud por tan lejana ciudad? Pues, sencillamente, porque de un día para otro, a Elvira y a mí, todo mundo nos comenzó a hablar de aquella ciudad. El último en hacerlo fue mi hijo Miguel Ángel, quien no se limitó a eso sino que a las visitas que él y Perla, su esposa, nos hacen por las tardes dominicales, acompañados de sus hijos Miguel, Perlita y Marcela, comenzó a llegar no sólo con palabras entusiastas, que en Miguel Ángel son convincentes de por sí, sino también de un folleto a colores con fotografías que a Elvira y a mí si no agua la boca, que no tenía por qué, sí nos despertaba el mutuo espíritu andariego que Dios nos diera. Pero, es que nadie puede ir, ver aquello y volver a casa sin deseos de compartirlo, de alguna manera con los demás, y ellos, Miguel y Perla, acababan de dejarlo apenas hacía un par de semanas. Y de Praga, ahora lo sabemos, se regresa con el espíritu herido, dulcemente herido, para siempre.

Pero, todo a su tiempo.

De Barcelona salimos por avión a Viena. Viena es vieja conocida mía. Antes de esta ocasión que volamos directamente a ella, a través de los años varios directores cinematográficos a los cinéfilos de mi edad nos la han presentado de diferentes maneras, unos con mejor gusto que otros, pero todos majestuosa, a pesar de que no faltó quien, en los viejos años le metiera dentro al “amado aborrecido” de la pantalla, aquel Eric Von Stroheim, a quien el tipo de militar le salía muy bien, y por aquellos años lo metían en cuanta película tenía que ver con la monarquía austro húngara, lo que entonces eso sucedía con frecuencia.

Como salimos tarde, llegamos tarde. Y como en el Hotel Ananas, en el que teníamos reservación no había terminado la celebración de una Convención de Médicos Cardiólogos, a la que por cierto habían concurrido dos médicos, uno argentino y otros guatemalteco que, con sus parejas se iban a unir, igual que nosotros, a aquel viaje para seguir, por tierra, de Viena a Budapest y luego a Praga, resultaba que no teníamos habitaciones, así que igual a los que veníamos de España que a los que lo hacían de París y de otras partes para lo mismo, por aquella noche nos colocaron donde pudieron. Pero, en estos casos todo entra en la diversión.

Ni el rumbo ni el hotel que a nosotros nos tocó esta primera noche nos pareció que pudiera ser de Viena. Y menos que fuera lo primero que nos comenzara a convertir en realidad un sueño. Pero, íbamos predispuestos a que nada, ni nadie, nos alterara; hicimos subir nuestros equipajes, y como el hotel ni restaurante tenía, nos fuimos a buscar dónde cenar, para luego dormir de un tirón y encontrarnos, sin sentir, con la novedad de un nuevo y mejor día.

Dimos vuelta al hotel y lo que vimos más parecía un barrio pobre norteamericano que la soñada ciudad de los Habsburgo. El comercio estaba cerrado y sus aparadores apagados, salvo pocos. Por allá unos billares, y por acá un café-bar, tras cuya barra el dueño o administrador pacientemente esperaba que alguien pidiera algo. Por fuera, un joven con una guitarra la rasgueaba, tratando de encontrar inspiración o recordar alguna pieza que sabría. En una de las otras dos mesas ocupadas, el cliente de una de ellas fijamente miraba a ninguna parte , con un cuarto de vaso de su bebida esperando el siguiente trago seguramente desde hacía más de una hora; el otro estaba peor, porque esperaba que alguno de ellos terminara lo que había comenzado a hacer para irse. Todo en una semioscuridad de película, la verdad, tanto que Elvira y yo nos dijimos al mismo tiempo: “Oye, todo esto me parece haberlo visto antes”. Y no. íbamos apenas a conocer Viena, pero eso sería hasta el día siguiente. Aquella noche no quiso descubrirse. Por lo pronto, como no queríamos retirarnos mucho del hotel, nos bastó con un café. Y a dormir. El cuarto no estaba del todo mal, y la cama yo creo que tampoco porque dormimos como un par de lirones.

Al día siguiente, apenas nos habíamos bañado cuando ya estaban por nosotros. Recogieron nuestro equipaje y nos llevaron a almorzar al hotel que era el nuestro y, en su momento, nos fueron a mostrar la ciudad haciendo un recorrido por todo lo que llaman “El camino de ronda” que Francisco José, un monarca que supo serlo, hizo a fines del siglo anterior flanqueado por una serie de regios y espléndidos edificios: palacios, museos, la universidad, teatros, el de la corte, el de la ópera, etcétera. Para aquella noche precisamente teníamos entradas para la ópera, que Miguel Ángel nos había conseguido por internet desde aquí, y que teníamos que recoger oportunamente en otro hotel. La Ópera de Viena, que si por fuera es admirable, por dentro es maravillosa por su estructura, su suave colorido, su fantástica candilería, y su estupenda acústica. Elvira y yo vimos desde la última línea de asientos altos, lo que aquí llamábamos “gallopa” cuando la había en el Martínez, “Los cuentos de Hoffman”, pero, haber asistido a escuchar a aquella soprano allí, no fue cosa ni de suerte, ni de dinero, ni de nada por el estilo, fue cosa del destino.

Al salir, cerca de la media noche, nos fuimos caminando hasta el centro comercial, o hasta uno de ellos. Igual que en España, las mesas de los cafés estaban en la calle. Yo entiendo que esta costumbre es de todas estas latitudes y nació por necesidad, dadas las incomodidades de las casas del pueblo allá por los 1300 cuando, cuentan los historiadores, los días festivos, “los parisienses, por ejemplo, acostumbraban a cenar en una mesa puesta delante de la entrada de su vivienda. Las casas eran las peculiares urbanas, altas y estrechas, construidas unas junto a otras”, y así, todos afuera de la suya se fueron acostumbrando al espectáculo que ahora ofrecen los cafés y las cervecerías por toda Europa.

Sin embargo, a esas horas quienes las servían ya no estaban muy atentos de quien llegaba, sólo esperando que sus clientes terminaran lo que les habían servido, por lo que al rato optamos por entrar en uno de los locales donde, en su barra nos tomamos un café con unos muy sabrosos pastelillos, pidiéndole a la señorita que nos servía que nos tomara una foto con todo aquello como fondo para no olvidarlo.

La historia de Viena es larga. 400 años antes de Cristo ya asomaban sus narices por ella los celtas que, en el pasado, se conformaban con Bretaña y las galias. Sin embargo, no siempre ha sido esto que hoy nos muestra, incluso fue invadida, durante todo ese tiempo varias veces, y soportó una peste que en lo que duró acabó con cien mil habitantes. En recuerdo de ellos, la ciudad levantó un monumento conocido como “la columna de la peste”.

Desde el balcón de tu hotel la ciudad te muestra sus techos de casas de dos aguas, sus iglesias de cúpulas redondas y bajas y aquellas altas, como agujas, que se elevan queriendo alcanzar el cielo.

La ciudad es limpia, todo, incluyendo sus jardines, recibe un buen mantenimiento. Su arroyo impecable. Mira si habrá recibido lluvias aquella ciudad, no digo desde que comenzó a serlo, sólo en el último cuarto de este siglo, que es desde cuando se han venido esforzando, por última vez, a ocuparse de ella y dejarla como hoy podemos verla, y por ninguna parte, ni siquiera en aquel barrio que te conté de nuestra primera noche está como vi esta mañana (hoy es lunes) mi ciudad. ¡Qué pena!

Sus jardines públicos ofrecen pastos bien cuidados, flores, árboles, fuentes, donde se ve la mano de jardineros de verdad, o de trabajadores dirigidos por uno de verdad. Bueno, su culto por las flores es tal, que el edificio del nuevo ayuntamiento tiene los ventanales de sus primero y segundo piso adornados con flores de color rojo.

El púlpito de la catedral es una maravilla gótica; sus naves amplias, anchas, altas, dan una impresión de equilibrada armonía.

Por supuesto, Viena es más que sus hermosos edificios, pero, en un par de días tampoco se puede conocer una ciudad, cosa que ni siquiera se pretende. Se abren los ojos y ya.

Viena es particularmente una ciudad soñada, la soñó el rey que comenzó a hacerla y quienes, además de seguirla haciendo la han mantenido soberbia, digna de verse. Puede que quienes en ella viven ya ni la vean, pero, quienes a ella íbamos no podíamos dejar de verla, mientras la caminábamos aquellas tardes, no abriendo la boca, tampoco, pero sí los ojos, pues lo que en ellos y en la memoria nos trajéramos de allá era todo lo que de este viaje obtendríamos. Y lo más sorprendente es saber que hace un cuarto de siglo Viena no estaba así, que todos sus edificios estaban grises, como por el mismo tiempo más o menos estuvieron los de la Ciudad de México. Entonces los limpiaron concienzudamente, y de aquella oscuridad de sus mármoles y canteras sacaron esta maravilla de luz que ahora nos sorprende.

Ah, y por último, en Viena vimos el Danubio que, con ser importante para ella, más lo son los veintitantos kilómetros de parques recreativos que tiene a su largo. Por todo él fuimos viajando la mañana siguiente desde después de almorzar en búsqueda de Budapest.

De Budapest la primera que me había contado algo fue Chayito Cordero de Torres. Ahora Elvira y yo, por fin, veíamos a las dos ciudades, la de Buda y la de Pest dividida por el famoso Danubio. Estando allí viendo aquel río a quien recordé fue a don Isidoro Gancz que fue para mí una especie de “padrino”al iniciarme en el servicio social, cuando Porfirio de la Garza y yo, habiéndonos encontrado un medio día en la esquina de Morelos y Cepeda, decidimos fundar la Cámara Junior y yo, después recurrí a don Isidoro en busca de consejo, por tenerlo muy a mano, pues su maderería estaba ubicada en la misma manzana, atrás de la tienda “Los Precios de México”, ya desaparecida, donde yo trabajaba entonces, y él me atendió con aquella gentileza que siempre le fue reconocida, y “machetazo a caballo de espadas”, con él me estrené solicitándole ayuda para nuestra primera obra.

Años más tarde ya como compañeros en el Club de Leones, con tal pretexto siempre me insistió en que le hablara de tú, cosa en la que, fuera del Club siempre me negué a complacerle. El usted y el tú eran antes otra cosa, al menos para mí, de lo que son ahora. Y allí estaba yo frente a aquel río, que alguna crecida del nuestro quizá alguna vez se lo haría recordar a don Isidoro llenándolo de nostalgia.

Aquella noche fuimos a una cena en las afueras donde iba a ver una exhibición de manejo del látigo y bailables y cantos húngaros, donde el primer trago sería una bebida que había que pasarla de un solo trago, pues de otra manera nadie daría el segundo, por lo fuerte; pero, no contaron con que allí íbamos mexicanos, y los guatemaltecos que te he dicho y los argentinos que también habían tenido sus intimidades con nuestro tequila, así que a todos la bebida que nos dieron nos hizo lo que es fama que el aire le hizo a Juárez. El del látigo, todo vestido de negro, me hizo recordar al más viejo de los Douglas Fairbanks en su película “El Gaucho” y las canciones que nos cantaron quien sabe qué dirían, pero fueron melodiosas.

Al día siguiente por la mañana nos dieron un paseo en autobús con la guía oficial que nos hizo un resumen de la historia de Hungría, y luego mostrándonos los edificio más importantes de ambas ciudades. Y ya en la tarde la caminamos Elvira y yo por su calle Racockzi, una hora de ida hasta el río y otra de vuelta, para tomar luego a la izquierda y llegar al centro que tiene un comercio muy tradicional, y fuentes y monumentos artísticos de bronce entre sus calles, entre ellos un Mercurio, como se debe.

Allí fue donde nos encontramos a quienes serían por el resto del viaje nuestras dos Ángeles de la Guarda. Resulta que cuando nos dejó, primero, Lola, la sobrina, y luego Humberto, el “ahijado” de Emilio, Elvira y yo hicimos el comentario de que a lo mejor, milagrosamente, nos aparecía otro “Ángel de la Guarda”, y aquella tarde no lo sabíamos, pero eso era lo que acababa de suceder cuando con mutuo gusto las capitalinas Alejandra Biava y María Guadalupe Serrano y nosotros nos saludamos, sólo que no se trataba de un ángel sino de dos. De allí hasta que nos despidiéramos, después de estar juntos en Praga, ellas para volver a Viena y nosotros a Torreón, no sabemos quién adoptó a quién, pero los días de Budapest y los de Praga los hicimos juntos. Señoras jóvenes, inquieta y muy alegre Alejandra, quien desde hace años anualmente viaja a Europa, y muy adaptable Lupita, quien era el primer viaje que hacía por acá. Sucedió que ambas son inclinadas a la pintura, y se conocieron en el taller donde estudian. La primera convenció a la segunda de que ya era tiempo que le echara un vistazo a todo esto, y se ofreció a guiarla por lo más interesante que ella conocía, cosa que hacía de esta manera: Según iban llegando a tales o cuales ciudades, Alejandra hacía el programa de lo que Lupita debía de ver y, si era un Museo, por ejemplo, también de lo que no debía dejar de ver en él, y como ella ya lo había visto acaso más de una vez, la dejaba al entrar y ella esperaba las horas que fueran necesarias en las mesas callejeras del café o cervecería más cercana, observando el ir y venir de la, gente, al fin y al cabo el más grandioso espectáculo del mundo.

Por la noche nos llevaron a todos los del “tour” a navegar por el Danubio que, para qué les voy a decir, al menos para mí no fue una cosa del otro mundo, aunque en él estábamos. Siempre preferiré la arquitectura.

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Y bueno, por fin tomamos rumbo a Praga. Jaime Ferreiro Alemparte en el prólogo a la antología poética de Rilke, hablando de Praga dice que esta ciudad es el umbral entre el mundo eslavo y el mundo germánico; que es un lugar de citra y cruce de culturas; síntesis de elementos eslavos, germánicos y románicos. “Desde el punto de vista religioso, Praga fue la ciudad de Huss, quemado por hereje y hoy venerado como un mártir; en el barroco experimentó la reacción católico-jesuítica; sin olvidar el elemento judío tan característico en la ciudad”. Praga es una síntesis de toda belleza, de todo arte, de todo lo que admiramos culturalmente.

La noche de nuestra llegada nos la mostraron; sin embargo, será porque yo no soy muy inclinado a las cosas a media luz; será porque después de la operación de uno de mis ojos todavía no me adapto a una buena graduación, la cuestión es que no obtuve lo que esperaba, ¡Ah!, pero al día siguiente, con la luz del río, ¡qué espectáculo! ya desde el balcón de mi hotel.

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Cuando conocí Granada, en España, hace años, tuve por cierto la impresión que aquella ciudad causara en nuestro poeta Francisco A. de Icaza, que dejó en aquella inolvidable cuarteta que dice: “Dale limosna mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada”, que desde entonces luce en la pared de entrada a la Alhambra, y en cerámicas que como “souvenirs” hoy lucen en muchas vitrinas hogareñas de todo el mundo. Yo creí aquello desde entonces sin ninguna duda, y no es que ahora la tenga, pero sí tengo la certeza de que no es única, de que donde también es la pena más alta serlo es en Praga, y esto lo sentí cuando caminando por el Puente Carlos, ¡maravilloso y milagroso puente!, lleno a todo su largo, por uno y otro lado de músicos, mujeres y hombres, niños y de la tercera edad, vimos a dos hermanas (se les notaba en las facciones) ciegas que tocaban sus instrumentos mientras oían pasar a los cientos de turistas que habíamos ido a su ciudad nativa de muchas partes del mundo sólo a encantarse con todo lo que veían y ellas no podrían ver jamás. Por supuesto que les dimos unas monedas, por la cuarteta de nuestro poeta que recordé, pero, además por la apostilla de Alejandra, que nos dijo: “denles, denles a todos, porque si no esto se acaba”.

Todo el tiempo que nos quedaba nos lo pasamos caminando por aquellas calles embrujadas pensando que si es rica en edificios Praga, más lo es en lo que los siglos han dejado en sus calles y en sus gentes.

Aquella noche tendríamos que ir al Teatro Nacional, también con boletos que Boletos ya nos había conseguido desde Torreón por Internet. Su teatro igual de hermoso que el de Viena, por ese corte, aunque para aquella noche habíamos alcanzado mejor asiento, en el lunetario. La obra: De Verdi “La Traviata”.

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Termino estos muy superficiales recuerdos con el agradecimiento a Alejandra y Lupita, generosas capitalinas y ángeles de la guarda nuestras, que a la caminata de todo el día añadieron la de llevarnos hasta el teatro, caminando, siempre caminando, pues no había que desaprovechar ninguna cuadra de ver, y al dejarnos en él, se regresarían aquel largo camino en la misma forma por la acera de enfrente, para que Lupita no se perdiera nada.

Tan maravilloso, y milagroso, fue este viaje que, no puedo olvidar contarles esto: que después de haber ido al extremo del puente y entrar en aquel barrio, pues Elvira quería ver la iglesia de la Virgen de Praga, o de la Virgen con el Niño, algo así, que allá estaba, al regresar íbamos como a medio puente, cuando Elvira me dice: “Oye, oye lo que están tocando” y de inmediato escuché que un conjuntito de jazz frente al que íbamos pasando, comenzaba a tocar “Tenías que ser tú”, la pieza que tantas veces bailáramos de novios en el Casino de la Laguna, que desde entonces hiciéramos nuestra, con la promesa de besarnos siempre que la oyéramos en nuestra vida, estuviéramos donde estuviéramos, y por supuesto que también en esta ocasión lo hicimos, con la sorpresa y el alborozo de Alejandra y Lupita.

Y por último, ya en el aeropuerto, al que llegamos de madrugada y en la semioscuridad de la ciudad; después de las carreras para despachar hasta acá nuestro equipaje; nosotros sin hablar aquel idioma, y al chofer de la agencia que no lo dejaban estar más que unos minutos, ya saliere como saliere nos fuimos a la sala de espera cuando ya faltaban unos minutos para que los pasajeros comenzaran a buscar sus puertas hacia el avión, cuando alguien nos dijo si éramos mexicanos. ¡Pues claro que sí, le contestamos!

¿Y tú? “También; soy de Torreón y vivo aquí desde hace cuatro años; me llamo Fabio Valdés. (Hijo de Bulmaro (Q.P.D.) y Estelita Valdés. Y así fue como un lagunero nos despidió de Praga.

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