CARTAS CAMINERAS
La primera vez que Elvira y yo visitamos Las Vegas lo hicimos aprovechando el regreso de un viaje hecho a San Francisco con motivo de una Convención Internacional de Cámaras Junior a la que acudimos, allá por el 52, es decir hace un medio siglo bien cumplido, en la que, por cierto, la de Torreón fue distinguida porque su obra: la de los Desayunos Escolares, de los que entonces se probó haber completado el primer millón de ellos en nuestra ciudad, fue la mejor, por más humana, ese año en todo el mundo juniorístico.
De San Francisco regresamos en aquella ocasión por entre su bosque de secuoias, pasando nuestro carro, un invencible Plymouth diez años viejo, como era de orden, como bajo palio vegetal por la puerta abierta en uno de ellos, y viendo más adelante, desde la carretera su famosa cascada de “El Capitán”. Al atardecer llegamos a Las Vegas, ya admirable por sus primeros grandes hoteles y casinos, aunque frente a ellos todavía se instalaban pequeñas carpas en las que ofrecían sus servicios palmistas, adivinadoras de la suerte y otras. Ya desde que habíamos atravesado la línea divisoria de California y Nevada nos habíamos dado cuenta del negocio de este Estado, pues a un paso dentro ya operaban las primeras máquinas, y luego en Lago Tahoe.
Años después, en el 76, al regreso de un viaje familiar que hicimos en Semana Santa a Taxco, estando ya casados Emilio y Lili y Luis Alberto y Elvira, en el que lo más sonado fue el susto que nos arrimó, a eso de las dos o tres de la mañana, un arrastrar de cadenas por el empedrado de la calle que daba directamente a las ventanas de nuestros cuartos de hotel, y que eran las de los penitentes que así se castigaban caminando de una a otra de las dos iglesias extremas de la ciudad.
Cuando aquella celebración terminó todos nos solidarizamos para acompañar a Emilio y Lily a Mexicali, que era donde entonces trabajaba Emilio en aquella planta de la Coca, hasta allá nos fuimos, pues, en caravana, y una vez que lo hicimos, Luis Alberto y Elvira y nosotros, Elvira y yo decidimos ir a Las Vegas. Ya estaba para entonces mucho más que digna de admirarse demostrando al mundo que cuando se le pone entre ceja y ceja a los hombres de ese país hacer algo son capaces de perseguirlo incansablemente. Una vez más, años después. fuimos con Salvador y Esther, hermano y cuñada de Elvira y otros amigos de ellos, más que nada por el deseo de escuchar cantar a Sinatra en sus meros moles, lamentablemente, precisamente en esos días ocurrió la muerte de la mamá de “La Voz”, y nos tuvimos que conformar con el espectáculo de Samie Davies, que tampoco era para quejarse, y los de los magos que pronto acapararían las mejores salas.
Con estos antecedentes, cuando Luis Alberto y Elvira nos invitaron a acompañarlos en un viaje de diez días que harían con sus hijos Ana, Luisín y Diana y Adrián, el nieto de un año, por Las Vegas y San Francisco, donde celebraríamos el Fin de Año, ni del rogar nos hicimos, máxime cuando Vidal y Lupita también querían aprovechar el fin de año para llevar a sus hijos, Alejandro y Ana Aurora en un recorrido europeo de quince días.
Pudiera decirse que hacer un viaje de éstos con un niño de un año como que no checa. Pero, éste, ¡vaya si checó! Adrián es un niño excepcional. ¿sabe usted cómo llora? Bueno, pues nosotros tampoco.
Desde que Dios amanecía, como decía mi abuela, lo hacía ofreciendo, su mano en plan de saludo al que fuera y sonriendo, al que se la chocaba, conocido o extraño. De las mujeres que pasaban a su lado, no se le escapaba una sola, a todas las atraía, y se iba con todas las que le extendían las manos. Es lo que se dice: un sangre liviana. Tomado de la mano, aunque apenas camina, caminaba largos trechos. En fin, que casi fue uno más en el grupo, y sin problemas.
De Saltillo, por tierra fuimos hasta Nuevo Laredo. De allí en avión a Dallas y luego, a nuestra primera meta: Las Vegas. Sin desviarse jamás de lo que quiso ser desde el principio esta ciudad es hoy ostentación absoluta del dinero y el lujo. Las mujeres quizás sean hoy menos hermosas que lo que eran en los años anteriores, pero siguen siendo igual de abundantes, y todas ellas, junto con ellos, se mueven en coches más costosos. Después de sus estancias en países europeos por guerras, placer o lo que sea, los indígenas saben más que antes de muchas cosas, y así en cuestión de beber, hasta el más modesto café mañanero ofrece champagne en su carta de desayunos. Y sus cartas de comidas y cenas ofrecen a la par sus propios vinos en competencia con los alemanes, franceses y españoles.
La gran cantidad de japoneses que se ven por todas partes son, de verdad tantos, que hasta se viene a la mente el mal pensamiento de si los nipones bombardearon Pearl Harbor para tener la oportunidad de perder la guerra y ganar Norteamérica para vivir o turistear en ella, a elección, porque, ¡Ah, chaparritos, cómo abundan! Aunque, cuáles son los nativos de qué país que no pasan alguna vez por aquí. Los dos sitios del mundo moderno que se han vuelto peregrinables son Las Vegas y Disneylandia. Pienso que, con el tiempo, todos los lugares santos irán perdiendo visitantes en tantos que aquél, que hasta del vicio le llaman, y éste de la sana diversión irán ganando adeptos. No faltó pintor en el pasado que dijera, y a lo mejor ni pintor fue sino Wilde, que la naturaleza debería copiar a los pintores, y así pasa con esta singular ciudad que se levantó y ofrece para ser copiada por ciudades ambiciosas. Allí se ven, mejorados, palacios que se creían imposibles de copiar. Los Hoteles y sus casinos ofrecen como decoración los canales de Venecia, con todo y góndolas y gondoleros cantantes, para que nada falte.
Rincones de Nueva York, de Francia con todo su ambiente, sin que les falte una nota, una flor, un sabor, un ladrillo, asaltan sorpresivamente al viajero al salir de hacer una compra, como en ocasiones para mejorar un paisaje hace falta que las nubes no se muevan, o que la luz no cambie para que el turista pueda sacar a cualquier hora su foto del recuerdo, en Las Vegas tienen por cuadras y cuadras su cielo artificial. Estos Hoteles con nombre de ciudades le ofrecen casi todo lo que aquéllas presentan, incluidos museos artísticos, con la ventaja de que en Las Vegas los encuentra en un mismo sitio.
Los casinos, ya se sabe, ofrecen durante 24 horas diarias, las famosas máquinas contra las que usted puede jugar a cualquier hora por horas, o de pasada, además de las mesas de todos los juegos habidos y por haber. Los orientales son tan jugadores y se ha incrementado tanto el número de ellos que visitan los casinos que se han ganado el honor de que se hayan abierto mesas de uno de sus juegos nacionales, para que ellos puedan jugarlo.
Y para que nadie se escape si antes había máquinas de hasta cinco centavos, ahora las hay, pocas, pero las hay, hasta de un centavo, para que nadie se quede sin jugar. Por esto ve usted aquí a toda clase de gente, pues, si de verdad quiere sentarse a jugar un rato en una de esas máquinas todo mundo sabe que trae con qué hacerlo.
En cuanto a los espectáculos, que lo que sea son caros, hay que andarse con cuidado, primero porque no todos son buenos, segundo, porque algunos que fueron muy buenos se han vuelto regularzones, para no hablar mal de ellos: por ejemplo, el de ese mago, cuyo apellido, se me va de momento, así se ha vuelto de malo, quien hizo desaparecer hasta la estatua de la libertad en una ocasión, y que hoy se presenta, en lugar de bien vestido como antes, con la camisa de fuera, y sin abotonar a hacer sus magias: de desapariciones, cuatro sin mucho aparato, dos de él mismo y otras pequeñas, y el resto del tiempo se la pasó platicando recuerdos de su papá. En fin, que cuando ya se creen los meros meros, el público es lo de menos. Pero, hay muchos buenos, el problema es acertar.
Lo que sí puede decirse es que nadie debería dejar de ir a Las Vegas, al menos una vez en su vida. Cuando el sólo hecho de nacer incluya esto, podrá decirse que el mundo ha mejorado.