Hoy es el antes llamado Día de la Raza (aunque nunca se aclaraba a qué raza se refería); el cual, pese a haber perdido la gravedad y prestigio que alguna vez tuvo (ya ni puente es, ¡bah!), sigue siendo observado por puñados de niños que gastan valiosas horas de su infancia pintando, recortando y pegando horrendos barcos que ellos juran son carabelas. Y hasta eso, hacen bien (en recordarlo, no en perpetrar esos pegostes), ya que de la aventura de Colón sale casi todo lo que somos, en este momento, los nacidos en este hermoso y malhadado continente. Sí, todos los que somos (aunque se suele olvidar) americanos.
En torno al Descubrimiento (o Encuentro o Encontronazo o como lo quieran llamar los políticamente correctos) se han tejido una buena cantidad de historias, leyendas y mitos. Lo que no es de extrañar, en vista de la relevancia del acontecimiento. Lo que llama la atención es cómo muchas falsedades y medias verdades se han ido perpetuando, de manera tal que ya resulta difícil separar la realidad de la fantasía. Así pues, nunca está de más hincarle el diente a algunas de las versiones no muy correctas pero sí muy repetidas, que sobre el Almirante de la Mar Océano y su atropellada empresa han venido circulando por los siglos de los siglos.
Uno de los mitos más repetidos es que al pobre Colombo en otras partes lo habían mandado por un tubo porque se creía que su misión era ahora sí que imposible, dado que todo el mundo pensaba que la Tierra era plana; y por tanto no se podía llegar a Oriente navegando hacia Occidente. Lo cual es una soberana tontería: los ilustrados de fines del Siglo XV sabían que nuestro planeta era una esfera. De hecho, desde tiempos de Eratóstenes (pueden hacer su propio cálculo: vayan a http://math.rice.edu/~ddonovan/Lessons/eratos) sabían más o menos cuánto medía. Lo que sí es que no sabían explicarse tal situación: ello no sería posible sino hasta siglo y medio después, luego del manzanazo en la cabeza de Newton (por cierto, otro mito para estafar turistas en Cambridge). Claro que, ante la ausencia de explicación, éste no era un conocimiento generalizado entre el pueblo. Sería algo así como la energía nuclear en 1945: los físicos y otros científicos sabían de su existencia potencial, pero no la gente común y corriente. Y, claro, la tripulación de Colón no estaba formada precisamente por Premios Nobel.
Que ésa es otra: el Almirante estuvo a punto de ser echado por la borda por la marinería; que, luego de semanas de no ver tierra, estaba irónicamente aterrada. Quienes andaban en esos bretes no eran lo más selecto de España: era carne de presidio a la que se le dio a escoger entre la mazmorra o acompañar a un genovés alucinado en una aventura arriesgadísima y de fin más que incierto. ¿O a poco pensaban que hubo cola para ser parte de la tripulación? ¿A poco creían que los Pinzones (que eran unos/ ma...rineros) recibieron muchas solicitudes Printaform, respondiendo al Aviso de Ocasión que decía: “Solicitamos ilusos para navegar quién sabe cuántas millas en mar abierto, para llegar quién sabe a dónde, quién sabe cuándo. IMSS, SAR y horarios flexibles”? La empresa colombina era, para la mentalidad de la época (de cualquier época), si no una locura, sí un albur. Los puestos fueron ocupados por la canalla de Andalucía, no por heroicos y alegres aventureros que iban cantando loores al Gran Genovés.
Muestra de ello es el único nombre que conocemos de esa chusma. Recordarán ustedes quién fue el primero en avistar tierra americana: un tal Rodrigo de Triana. El cual, estarán de acuerdo conmigo, ha sido el personaje que con mayor facilidad ha pasado a la historia: lo recordamos medio milenio después por el único y discutible mérito de haber tenido ojos (y haberlos tenido abiertos). Nada más. Quienes se desloman ayudando al prójimo y creando un mundo mejor, con frecuencia son recordados si acaso una generación después y con su nombre son bautizadas callejas más bien oscuras y llenas de baches. Pero este pelafustán aparece en todas las monografías de Editorial Patria nada más porque esa madrugada no podía dormir y se asomó a ver el horizonte (probablemente para echar fuera la no muy sabrosa cena de esa noche). Y lo de pelafustán no es infundio mío: en el nombre lleva la fama: el sujeto no tenía apellido. Triana es el barrio de Sevilla que está cruzando el Guadalquivir, tierra pródiga en toreros (“e’ gitanillo”), chulos y cuchilleros. O sea que hoy en día el fulano hubiera sido Rodrigo del Fraccionamiento Fovissste Ampliación Valle Bermejo (Segunda Etapa).
Y a todo esto, ¿por qué no salieron las tres carabelas del principal puerto español? ¿Por qué zarparon de un puerto pesquero de quinta categoría (¿Alguna vez han buscado Palos de Moguer en un mapa? ¿Y lo han hallado?)? Ah, pues porque en esos momentos la rada de Sevilla parecía estacionamiento de Soriana en martes de mercado: estaba atestada con los numerosos barcos de judíos que trataban de abandonar España antes de que les cayera la Inquisición soltada por la alevosía de sus muy Católicas Majestades Isabel y Fernando. Los cuales no se ganaron el apodo por haber sido muy religiosos ni dechados de bondad: eran unos desgraciados, implacables y arteros. Se les llama los Reyes Católicos porque hicieron a España católica a la fuerza: expulsando primero a los judíos, luego a los musulmanes, destruyendo la brillantísima y bellísima civilización de Al-Andaluz y cortando de cuajo la convivencia que durante siglos hubo entre las tres religiones monoteístas del mundo: el único lugar donde los descendientes espirituales de Abraham estuvieron lado a lado en paz y sin molestarse por tonterías. Las testas coronadas de Aragón y Castilla, par de salvajes, acabaron con uno de los experimentos religiosos más interesantes de la historia y, parcialmente, con la enorme diversidad que hace tan exquisita y vigorosa la cultura española, de la que todos sus descendientes deberíamos estar orgullosos.
Si a usted de chiquilla la disfrazaron de Isabel La Católica con cortinas y retazos de tela Yes y en la obra de teatro de la escuela la hicieron además empeñar las joyas (causal de eternos chistes crueles el resto de la primaria), no se sienta decepcionada: peores papelones (y peores mentiras) le podemos reprochar a nuestros padres. Aunque cabe recordar que las cosas no fueron exactamente como nos las suelen contar.
Cuando en la primavera de 1492 Colón llega a Granada (donde Fernando e Isabel acababan de liquidar al último reino moro de la península) a pedir audiencia, éstos se la conceden de inmediato, aunque el genovés no recurrió a bloquear la subida a la Alhambra, hacer destrozos en el Sacromonte, ni desnudarse enfrente del Generalife. Y esto porque los monarcas españoles estaban dispuestos a oír cualquier propuesta, la que fuera, con tal de ganarle la carrera a las Indias a los portugueses. Los lusos (que no ilusos) ya habían llegado al extremo sur de África y estaban más que puestos a seguir rumbo al Oriente, a las Islas de las Especias y sus productos, que entonces eran tan codiciados como acciones de Microsoft (de hecho, en el siglo XV, la pimienta y la nuez moscada eran el equivalente de acciones de Microsoft).
Así pues, la recién nacida España (apenas unificada gracias al matrimonio por conveniencia de ese par de gandallas y la fresquecita caída de Granada) andaba desesperada por llegar allá antes que los lusitanos.
Y hete aquí que un febril navegante, de ascendencia muy probablemente hebrea, propone llegar a Oriente navegando hacia Occidente. Los Reyes Católicos consultaron con sus asesores científicos, los cuales dictaminaron: que el viaje era teóricamente factible; que no le arriesgaran mucho al mismo, porque quién sabe si regresarían quienes lo emprendieran y ello, porque los cálculos de Colón estaban hechos con las patas, pero un quién quite y pegaba su chicle. Total, podían jugársela: si Colón tenía mala suerte, perderían poco; pero si le atinaba, las ganancias serían óptimas. De manera tal que los Reyes Católicos arreglaron un préstamo con un usurero judío (al que expulsarían en unos meses, de cualquier modo), poniendo como garantía las baratijas que tan palurda monarquía tenía por ahí (las famosas joyas).
Con el poco dinero obtenido se compraron tres barcos Onappafa, de quinta mano: digo, no había que invertirle mucho a tan arriesgada empresa. Las embarcaciones fueron rebautizadas con nombres pintorescos para taparle el ojo al macho (la “Santa María” antes había sido el equivalente fluvial y medieval de un Table Dance) y en ellas se lanzaron a cruzar el Atlántico el audaz Almirante y su azorada tripulación.
Cabe recordar que la nave capitana nunca regresó: naufragó frente a las costas de Haití porque se le cayó el carter y le falló el bendix (al menos eso es lo que siempre dicen los mecánicos). Si les digo que eran Onapaffa...
Y llegaron a San Salvador, isla llamada Guahananí por los aborígenes. Que tradicionalmente ha sido identificada como la que hoy aparece en los mapas como Watling, en las Bahamas. Sin embargo, parece que no fue ahí a donde arribó Colón en la mañana del 12 de octubre de 1492; sino a una isla hoy llamada Samana Cay, situada a unas cincuenta millas náuticas al SW de Watling.
Si quieren enterarse de toda la argumentación al respecto, los remito al National Geographic Magazine de noviembre de 1986 y al magnífico mapa adjunto; que, la verdad, resulta muy convincente.
Total, que ni a donde llegó sabemos con precisión y los eventos que rodearon su hazaña (porque aventarse así fue toda una hazaña) siguen rodeados de mitos y fantasías. Pero eso no le quita el mérito a Colón, ni lo importante a su descubrimiento. Gracias a él me puedo comunicar con ustedes en el tercer idioma más hablado en este planeta y leer en el mismo las diatribas con que los necios y descastados van a insultar a quien trajera a este continente la Europa cristiana de la que todos, incluso los necios y descastados, encapuchados o resentidos, somos parte, semilla y rama.
Opinión no pedida para hacerle al descubridor: Léanse “El arpa y la sombra”, barroca y exquisita reflexión de Alejo Carpentier sobre Colón y también “Vigilia del Almirante”, del maestrazo Augusto Roa Bastos, que contiene una muy amena e interesante hipótesis de dónde sacó sus ideas el genovés alucinado. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx