Aunque más vale tarde que nunca, no puede dejar de lamentarse la demora con que se ha concertado una acción conjunta para enfrentar el complejo fenómeno que se ha conocido como “las muertas de Juárez”. Ayer, la Secretaría de Gobernación se puso a la cabeza de una vasta operación que va más allá de atraer a la esfera federal las investigaciones sobre la multitud de mujeres cuya vida ha sido cercenada con violencia desde hace una década.
Por años, desde varios espacios de la política y la sociedad civil se ha alertado a las autoridades municipales, estatales y federales sobre la frecuencia y la ferocidad con que fueron ultimadas muchachas en aquella ciudad fronteriza. En este mismo espacio no han sido pocas las veces en que clamamos por una comprensión cabal del problema y su abordamiento desde los diversos aspectos que lo integran.
Se trata, sin duda, de una manifestación de la inseguridad pública en una urbe con población creciente, que atrae migrantes de todo el país en busca de cruzar a los Estados Unidos o conseguir empleo en la industria y los servicios locales, que no pueden absorber esa mano de obra porque sufren una ya prolongada crisis de pérdida de mercados y de disminución de sus ventajas comparativas.
Ese problema policíaco y judicial, sólo uno de los ángulos desde los cuales tiene que conocerse y atacarse el fenómeno, ha sido enfrentado de modo rutinario e ineficaz. Recientemente el juez español Baltasar Garzón, que se acercó al tema desde un punto de vista analítico, al dirigir en la Universidad Complutense de Madrid un curso sobre violencia y género (pero que no tiene la menor intención, ni tendría le menor posibilidad de ocuparse judicialmente de esos casos) ha señalado omisiones importantes de las investigaciones. No se ha indagado, quizá por temor a ahuyentar las inversiones, en el interior de las maquiladoras, puesto que un importante número de víctimas formaba parte de su personal. Ni se ha concertado una acción conjunta con autoridades norteamericanas, no para que, como se dice de vez en cuando con más esperanza mágica (es decir infantil) que certidumbre, “el FBI auxilie a las autoridades mexicanas”. No. Se requiere que del otro lado cobren conciencia de que los homicidios perpetrados en tierra mexicana pueden haberse originado más allá de la frontera, por lo que el tema concierne por igual a las policías y los tribunales de ambas márgenes del río Bravo.
No se sabe, por la precariedad (en el mejor de los casos) de la intervención gubernamental, si se trata de una suma casual de hechos de semejante naturaleza, como parece según las indicaciones, fruto de un criminal desprecio a las mujeres, o de una monstruosa y organizada serie de asesinatos concebidos por un cerebro único y realizados conforme a un patrón común y con propósitos específicos, como el tráfico de órganos o la explotación sexual en sus diversas manifestaciones.
Han sido detenidos presuntos homicidas, autores de algunos crímenes. Pero la impunidad es la regla y las capturas la excepción. Y dada la calidad de las prácticas de procuración de justicia en el estado, no es posible conceder crédito cabal a la justificación de las aprehensiones. Se forma con la desconfianza que generan las averiguaciones previas un círculo perverso, en que la incredulidad pública genera en la policía judicial y el ministerio público la necesidad de responder a la exigencia general de cualquier modo, aun con víctimas investidas por la fuerza de la tortura en victimarios, sin que necesariamente lo sean.
Episodios de esa naturaleza no han escaseado en Juárez. Y uno más está en curso en la ciudad de Chihuahua. Porque la criminal pandemia que azota al antiguo Paso del Norte ha contaminado a la capital. Por eso ahora se trata de las muertas de Chihuahua. Allí, el presunto asesino de una joven, a la que antes mandó secuestrar, ha encontrado la ventaja de retractarse de su confesión original o, puesto ante su juez, ha podido librarse de la bárbara presión que sobre él ejercieron sus captores.
El caso de Neyra Azucena Cervantes, su entorno y sus secuelas, ilustra muy bien la gravedad de este fenómeno letal, que se ha desparramado desde la frontera hasta el centro del estado. Ella fue secuestrada el 13 de mayo, y aunque fue asesinada una semana más tarde, sólo hasta julio ha sido detenido David Meza Argueta, confeso del homicidio y del secuestro previo. No privó de su libertad a la joven directamente, sino que contrató al efecto a dos drogadictos, a los que identificó por sus nombres: Fernando Aguilar y Luis López.
¿Se trata de delincuentes a la alta escuela, como se decía antaño, o de miembros de bandas consagradas a la delincuencia organizada, capaces de contar con soplones en la policía judicial o de avezados defensores que los pongan a salvo de la prisión? No. Sólo son consumidores de drogas que, como otros muchos, se reúnen en la plaza de San Pedro, no lejos del centro de la ciudad, una zona en espera de decisiones que regeneren su entorno físico. No obstante la probable facilidad con que podrían haber sido detenidos, continúan en la triste libertad a que les constriñe su adicción. Ello ha dado lugar a que Meza Argueta alegue haber sido presionado para confesarse autor de un delito que no cometió.
Al reconstruirse los hechos que niega, otros restos aparecieron cerca del lugar donde fue hallado el cadáver de Neyra Azucena. Por eso familiares de jóvenes desparecidas rastrean las sierras aledañas a Chihuahua en temerosa busca de sus cuerpos.