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No hay mejor presente que el futuro/Agenda ciudadana

Lrenzo Meyer

Primera de dos partes

La Única Salida para México.- En nuestro tiempo y circunstancias, apostar al futuro es quizá la única salida posible para México, pues el presente es francamente inaceptable y su prolongación podría llevarnos a la inviabilidad.

Una encuesta nacional levantada en mayo (OlivaresPlata) reveló que el 80.9 por ciento de los mexicanos considera que su situación económica personal es igual o peor que antes de diciembre del 2000 y el 68.4 por ciento no espera mejoría en el futuro inmediato. A un presente de esta naturaleza sólo lo puede salvar —dotar de sentido, de energía —, aquello que aún no es pero que puede llegar a ser. En estricto sentido, es evidente que el futuro mismo aún no existe y que por ello no puede hacer esa gran transformación; la energía en realidad proviene de la imagen que de lo venidero se logre construir hoy. Es verdad que el México actual no puede calificarse como un desastre, que hay cosas que marchan bien, pero un observador objetivo seguramente no dudaría en declarar nuestra realidad actual como, al menos, plomiza. Sólo un buen proyecto de futuro puede rescatarnos de una situación anodina, gobernada por las inercias y que puede mantenernos varados en la grisura y en la ausencia de un proyecto digno de los afanes históricos por superar nuestro carácter de sociedad subordinada y marginal. México requiere con urgencia de la formulación, al más alto nivel de sus instancias políticas -desde la presidencia o la oposición- o sociales, de un conjunto coherente de ideas audaces pero creíbles, que sacudan la conciencia nacional, le devuelvan la confianza en sí misma y despierten nuevamente la vitalidad y la imaginación colectivas. Tales ideas o proyectos para modificar nuestra realidad, significan inyectar al presente un elemento de esperanza y de grandeza por venir que neutralicen la aplastante mezquindad imperante.

El Carácter del Presente.- El calificar de mediocre a la realidad mexicana no es algo subjetivo, sino que nace de los indicadores mismos. En efecto, 53 millones de pobres, de los cuales 12 millones son miserables son la prueba irrefutable de un gran fracaso nacional. Mediocre o más bien insignificante es la cifra del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) desde hace ya veinte años; de la misma manera se puede calificar la tasa de crecimiento actual. En el 2000 se anunció que creceríamos al siete por ciento anual en el sexenio y luego que llegaríamos a esa cifra sólo al final. Al despuntar el año que corre ese crecimiento se puso en el cuatro por ciento , sin embargo, la cifra pronto fue rebajada al tres por ciento por la Secretaría de Hacienda, al 2.5 por ciento por el Banco de México y al 1.9 por ciento por la correduría Merrill Lynch. Lo relativamente débil del crecimiento de nuestro gran socio externo, casi único, los Estados Unidos, no permite ser optimista en relación a un impulso proveniente de la demanda mundial. Si el PIB va mal, pues también la creación de empleo; en el 2001 y según las cifras del Seguro Social, la pérdida neta de puestos formales de trabajo fue de 383 mil y de 62 mil al año siguiente. Si la economía formal ocupa a poco más de 15 millones de personas, la informal ya llega a diez o 12 millones y la migración a Estados Unidos sigue siendo la otra gran válvula de escape.

Y es en este punto donde el panorama mexicano adquiere su más profunda grisura, especialmente para los ciudadanos jóvenes que, desde que nacieron, no conocen otra realidad que la de un país que marcha dando tumbos. Si pasamos de la economía al sistema educativo en que se han formado a esos jóvenes de la crisis, volvemos a toparnos con la omnipresente falta de calidad; y si bien es verdad que la cantidad de mexicanos en edad escolar atendida en las escuelas públicas y privadas es mayor que nunca, al comparar la calidad de la educación que reciben con la que debería recibir para hacerlos competitivos en la economía mundial -véanse los varios y tristes resultados de las comparaciones internacionales publicadas en los últimos tiempos, especialmente en matemáticas—, se descubre que la distancia que separa a la educación mexicana de la verdadera calidad es enorme.

Y cuando se vuelven los ojos a la calidad de la administración pública en general o a la impartición de justicia, la situación tampoco mejora. Algo similar ocurre al juzgar la calidad del grupo dirigente en su conjunto, empezando por la clase política -la del partido en el poder y la de la oposición- y siguiendo con las élites económica, eclesiástica, científica, artística o intelectual. Desde luego que sería injusto no reconocer excepciones, afortunadamente las hay y en todos los campos, pero esos casos aislados no son suficientes para contrarrestar el peso de la medianía intelectual y espiritual imperante en el Poder Ejecutivo, en el Congreso, en la estructura judicial, entre los banqueros, los obispos, los intelectuales, los comunicadores, los investigadores y un largo etcétera. Del pasado histórico y del apenas ayer, recibimos el grueso de los problemas actuales y contamos con pocos recursos para cambiar de manera sustantiva y rápida sus efectos sobre el presente. Pero de existir la capacidad y la voluntad en los sitios adecuados, se podría elaborar un proyecto de futuro que le diera un poco de brillo al panorama actual, un sentido nuevo y positivo. Ese proyecto tendría como meta asegurar hoy que México seguiría como empresa colectiva viable en el futuro inmediato.

La Alternativa de lo por Venir.- Ante un presente con mucha pena y poca gloria, donde no se dispone de elementos para transformarlo de manera sustantiva en un plazo corto, es indispensable o necesario imaginar lo que puede venir como algo poseedor de grandeza. Rescatar el orgullo nacional puede y debe ser justamente el acicate para dar forma a un proyecto nacional que haga menos duro para la mayoría, el soportar las miserias cotidianas. Desde luego que inyectar energía a la imaginación colectiva hasta dotar de confianza en sí misma a una comunidad tradicionalmente escéptica, no es tarea fácil, pero sí es indispensable. Continuará...

Debemos ser capaces de elaborar un proyecto, a la vez, audaz, realista y responsable, algo mejor que la declaración hecha por el presidente Fox el primero de junio en Ginebra, Suiza y que asegura que en tan sólo 18 años - ¡en menos de una generación!— México puede alcanzar un desarrollo similar al de Estados Unidos (noticia publicada en un diario capitalino el dos de junio), con la afirmación salinista de que nuestro país estaba a punto de ingresar al Primer Mundo a fines del siglo pasado, ya tuvimos bastante de propuestas sin sentido. Es claro que el momento ideal para despertar la imaginación de una nación suele ser una crisis o el inicio de un nuevo ciclo político. El último de ese último tipo de momentos en México tuvo lugar justamente hace casi tres años, cuando en el 2000 la ola democrática logró poner fin al secuestro de 71 años por el PRI de la presidencia y de la vida política del país.

Sin embargo, y por razones que ahora no viene al caso abordar, esa oportunidad se desperdició. Lo único significativo que está por ocurrir en el corto plazo es el inicio de una nueva Cámara de Diputados, pero las encuestas nos indican que de la elección por venir no va a salir ningún cambio importante en la correlación de fuerzas, además de que el público no espera gran cosa de los legisladores. En realidad, al arribar a la mitad del sexenio con que inauguramos nuestra democracia política, es natural que la mirada se dirija ya a la preparación de la sucesión. Hay pues que hacer ya de esa situación y de la gran interrogante que se abre de cara al 2006, la ocasión de un gran debate nacional para dar forma a la superación de las insuficiencias con que hemos iniciado la institucionalización política de la democracia.

Alguien puede objetar las consideraciones anteriores señalando que ya hay un Plan Nacional de Desarrollo o que el Gobierno Federal puede mostrar un buen número de indicadores que conforman un arcoiris de modestos pero importantes progresos. Y en efecto, esos indicadores son el lado positivo de nuestra realidad; van desde el control de la inflación, a la estabilidad cambiaria, a la creciente participación mexicana en el mercado norteamericano, al monto de las reservas, a los servicios públicos a los que se puede tener acceso por internet, etcétera. Sin restar importancia a esos logros y haciendo caso omiso de los problemas presentes en cada uno de ellos, es evidente que frente a lo prometido, esperado y finalmente no alcanzado, el mexicano normal difícilmente puede entusiasmarse con ese tipo de planes e indicadores. El que se pueda afirmar, por ejemplo, que México tiene un nueve o un diez en eso que Moody´s, S&P o Fitch, llaman “grado de inversión”, no significa nada para el grueso de los mexicanos. Pero ¿en qué consiste exactamente eso de despertar la imaginación colectiva?

Algunos Ejemplos.- Un caso extremo y clásico de la tesis que un futuro colectivamente imaginado por una comunidad nacional puede hacer soportable un presente lleno de problemas y tragedias, lo tenemos en el 13 de mayo de 1940 en Inglaterra. En medio de la sorpresa causada por el inicio de la gran ofensiva alemana en el frente occidental -el ataque sobre Holanda y Bélgica para llegar a Francia—, al asumir el cargo de Primer Ministro, Winston Churchill anunció a sus compatriotas que no tenía otra cosa qué ofrecerles que “Sangre, trabajo, sudor y lágrimas”. Difícilmente un político podía anunciar un presente peor que, además, se cumplió rigurosamente. Pero tan dura realidad fue aceptada por los británicos, que actuaron en consecuencia, porque estaban seguros que el enorme sacrificio se iba a realizar en función de derrotar a Hitler y de ganar a pulso un futuro digno de su larga historia, uno donde la libertad se debía imponer sobre la tiranía que amenazaba envolver a Europa y al mundo. Desde luego que unos años antes, Hitler, el alma de ese perverso sueño imperial teutón, también había ganado el derecho de dirigir a una Alemania desmoralizada por su derrota en 1918 y por los terribles estragos de la Gran Depresión de 1929, en función de la promesa de un futuro brillante para el pueblo alemán y la raza aria. Es claro que no todo despertar de la imaginación de un pueblo es positivo.

La Revolución Mexicana y su concreción en la época cardenista, con su promesa de justicia social y nacionalismo, hizo de la pobreza reinante y de la destrucción de la guerra civil, una plataforma para construir en la mente de las clases populares e incluso de sectores medios y altos, un futuro posible que generó orgullo patrio y confianza en el destino colectivo de México por un buen número de años. El coro del “Himno Socialista Regional” de Oaxaca, de inicios de los 1930, por ejemplo, mostraba a un trabajador y un niño andrajosos pero entusiastas, viendo el progreso por venir (ferrocarriles, buques, autos, aviones y dirigibles) y cantando: “En los campos, talleres y aldeas/se acabaron oprobio y baldón:/ paso libre a las nuevas ideas,/gloria, gloria a la Revolución”. Una gran corrupción, la demagogia y el autoritarismo de un partido de Estado y una presidencia sin límites ni responsabilidad, terminaron por degradar el proyecto revolucionario hasta acabarlo, aunque antes del fin el salinismo lo revivió fugazmente con la promesa de introducir a México al Primer Mundo vía la unión económica con Estados Unidos. El movimiento del 68, la “insurgencia electoral” del neocardenismo, el neozapatismo y el movimiento indígena, fueron otros tantos momentos en que se intentó pero no cuajó, una movilización teniendo como eje al futuro. Desde la derecha moderada, el foxismo y su triunfo electoral en el 2000, parecieron ganar, por fin, la batalla por la imaginación mexicana. Sin embargo, tras dos años y medio de ejercicio del poder, la esperanza se disipó y nos quedamos de nuevo en la incertidumbre.

Para consolidar la democracia mexicana recién ganada, es necesario, impostergable, dar forma a un proyecto de futuro que logre una vez más movilizar la reserva de energía que hay en la sociedad mexicana para llevar a cabo todas las reformas que hacen falta: la del Estado, la educativa, la fiscal, la indígena, la del campo. Se requiere un nuevo nacionalismo, un nacionalismo democrático que dé sentido al esfuerzo cotidiano, que reavive el orgullo de ser mexicano. Se dice fácil y rápido, pero lograrlo es un desafío formidable.

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