El jueves 11 de diciembre debe pasar a la historia como una fecha memorable para la democracia mexicana. A pesar de todos los intentos del Gobierno y sus secuaces, entre ellos algunos medios masivos de comunicación, por desinformar y tergiversar las cosas, el dictamen de la comisión de hacienda de la Cámara de Diputados sobre la “Reforma Fiscal” fue desechado.
Nosotros, que tuvimos la oportunidad de ver el debate a través del canal de televisión del Congreso, al grado de no ver el aburrido partido de futbol de las semifinales de un igualmente aburrido torneo, pudimos darnos cuenta de muchos argumentos que dejan en claro los métodos utilizados para aprobar primero dicho dictamen, y para intentar después que se lograra su aprobación. En el primero de los casos tenemos ahí la denuncia pública de uno de los diputados del Partido Revolucionario Institucional en el sentido de que el dictamen de la citada comisión no cumplió los requisitos legales para ser presentado; esto es, según el reglamento, un dictamen debe ser aprobado por el 50 por ciento más uno de los miembros de la misma y resulta que la votación en una primera reunión, fue de 14 votos a favor y diez en contra. Dado que la comisión es de 30 miembros, vemos que seis de ellos prefirieron no asistir y que la votación no reunió el número necesario de 16 votos a favor para ser aprobada. Después de intensos cabildeos y rebatingas, se convocó a otra reunión, a la que ahora sólo asisten 23 diputados, o sea uno menos que antes: 13 votos a favor, diez en contra. Aún así, y basándose en la interpretación de que eran el 50 por ciento más uno de los asistentes, el dictamen fue presentado al pleno para su votación.
¿Por qué no fue presentado desde la primera votación? ¿Cuál fue el motivo para que a toda prisa y con “dudas” en cuanto a la interpretación del reglamento se decide presentar el dictamen?. La respuesta creemos que no se encuentra en la propia Cámara, sino en los Pinos y en Washington. En efecto, unas horas antes, el señor presidente de todos los demás mexicanos –nuestro ya no lo es- se reunió en un desayuno con representantes del Fondo Monetario Internacional y al parecer se le pidieron dos cosas: la confirmación del señor Ortiz Martínez al frente del Banco de México y la aprobación de la reforma con la cual se pasaría al grueso de los mexicanos de clase media el costo de la futura estabilidad financiera, como garantía de que el Gobierno Mexicano no se verá en aprietos para garantizar sus compromisos internacionales y de que, fiel a sus amos, se seguirá sometiendo a los lineamientos del Consenso de Washington.
Definitivamente este hecho explica el por qué de las prisas en ambos casos: el adelantar la confirmación del nombramiento del gobernador del Banco de México y el intento por aprobar, maquillada, adornada, con cambios de nombre, etcétera la reforma a la Ley del IVA.
Un detalle curioso: Si se trataba de una iniciativa para reformar la Ley del IVA, por qué se introducía la propuesta de un nuevo impuesto (el de enajenación e importación de bienes y servicios). Por cuestión procesal, creemos que en todo caso, esto debería dar lugar a una nueva Ley: la Ley del impuesto sobre el IEI. ¿No creen ustedes?.
Hemos dedicado un buen espacio de nuestra colaboración a este tema del dictamen, porque fue uno de los principales argumentos esgrimidos por la televisión y el propio presidente: “A pesar de que ya había sido aprobado por la Comisión de Hacienda, el pleno lo rechazó”; ¡Se traba, fíjese usted, de un dictamen ya aprobado por la Comisión de Hacienda! Insistía el creíble señor de las noticias. Repetimos, quienes si vimos el debate por televisión, pudimos ver como el argumento caía por su propio peso, al grado de provocar que el diputado priísta, miembro de la comisión, Suárez Dávila, perdiera la compostura y terminara, al borde un infarto, peleando con sus propios compañeros y con más de un perredista, a quienes repetía, encolerizado y con voz cortada ¡ahí están las medicinas!....¡ahí están......las....compañeros......ahí.....las medicinas! Queriendo justificar la acusación recibida.
Otro detalle curioso, el mencionado orador se incluyó en la lista de diputados que hablaban en contra, cuando su intervención era a favor. Claro, esto fue tomado como una respuesta y de inmediato vinieron las preguntas y el fuego cruzado ante el crispado señor Suárez Dávila.
Para finalizar, cabe resaltar el enorme tiempo dedicado a cubrir este rechazo: se transmite un mensaje del propio presidente, diciéndonos que se ha perdido una gran oportunidad de atender las demandas de los más pobres (se le olvidó decir que esto siempre será después de atender las demandas de banqueros, tanto nacionales como extranjeros); se dedica a la tristemente célebre señora Gordillo un espacio para que despotrique en contra del presidente de su partido y presentándola como la frustrada salvadora de la patria; se invita al estudio al señor Tomás Ruiz que, muy respetuoso de las decisiones democráticas, señala que no está de acuerdo y que se ha hecho un daño enorme a la nación; se pasan las llamadas de varios gobernadores a favor de la reforma foxista. Todo eso estaría muy bien, siempre y cuando se hubiera dado el mismo espacio a la posición en contra. Pero no, a no ser por la llamada del señor López Obrador para calmar los ánimos y echarles a perder el teatrito montado, no se hubiese escuchado una sola voz a favor del rechazo al dictamen.
Otro detalle, este no tan curioso, ¿por qué estaba tan impaciente el señor Alatorre por callar al señor López Obrador? Nos quedamos con la impresión de que dicha llamada pasó porque no se atrevieron a censurarla. Definitivamente, nuestros medios de comunicación se han puesto al servicios del gran capital (de hecho pertenecen a él) y han perdido su credibilidad.
Eso no empaña en nada, sin embargo, el enorme triunfo que para la democracia mexicana significó la votación del 11 de diciembre del año 2003.
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