Susan Sontag cierra los ciclos
La pasión por cuestionarse
Discutiendo su crítica setentista a la fotografía, Sontag valora hoy el poder de denuncia de las imágenes. Aquí, un repaso al trabajo de la talentosa escritora de quien acaba de editarse su novela “En América’’.
Cuando a fines de los 30’s le preguntaron a Duke Ellington por qué perseveraba en los conciertos matinales del Apollo, la sala de baile más concurrida de Harlem, se dice que con su célebre elegancia epigramática respondió: “Esa pregunta no lleva a nada’’. Nadie podía saber que quería decir, si el jazz como “música para ser escuchada’’ iría a sobrevivir al puro frenesí de las pistas.
Por toda respuesta ante la incertidumbre del futuro, él seguía tocando lo suyo por las mañanas. No sorprende que sea Susan Sontag quien, hacia el final de un ensayo reciente -Writing as Reading, La Escritura como Lectura-, se apropie de la frase de Ellington para pensar el futuro de la gran tradición literaria.
No sabemos si habrá lectores capaces de acompañar la ambición de la gran literatura, acaba de decir, pero sabemos que hay libros necesarios, libros en los que hay sabiduría, juego mental, empatía dilatada, registro de un mundo real, huellas de la historia, advocación de emociones contradictorias y desafiantes.
La literatura que de veras cuenta, se podría resumir el argumento, es como un jazz que no desdeña el baile, pero invita a quedarse quieto escuchando.
La fórmula, mezcla de recelo “apocalíptico’’ y desprejuicio “integrado’’, bien podría definir a la Sontag de los últimos años, siempre audaz, pero menos confiada en el poder igualador de la sensibilidad posmoderna; más elegíaca y más cauta en los gustos literarios.
Aunque quizá la definan mejor, por extensión, los títulos de sus tres últimos libros: En América, su cuarta novela que salió el mes pasado en Buenos Aires; Where the Stress Falls (Donde Cae el Acento), la colección de ensayos de los últimos veinte años y su polémica vuelta a la fotografía, Regarding the Pain of Others (Ante el Dolor Ajeno).
¿Quién, si no ella, después de todo, ha sido capaz de poner los acentos oportunos en el país del Norte y sostener la llama de una cultura pluralista, irrespetuosa de las jerarquías para entender el presente, pero atenta a la grandeza del pasado?
¿Quién ha sabido conciliar mejor la curiosidad por la cultura europea con la irreverencia norteamericana? ¿Quién, para usar la fórmula alquímica con la que ella misma definió al escritor inglés John Berger, ha podido combinar en América “la atención al mundo sensual con la respuesta a los imperativos de la conciencia?’’.
Con la misma naturalidad de Berger, Sontag ha pasado del ensayo a la ficción, de la literatura al cine, la fotografía o el teatro, como si en la tensión entre imaginación y razón, entre palabra e imagen, buscara un territorio más libre, no amojonado por los límites precisos de los géneros y los medios convencionales.
Como a Berger, el arte no ha conseguido alejarla del sufrimiento del mundo y, en Hanoi, Sarajevo o Nueva York, ha continuado confiando en la mirada doble del outsider como intensificador de la experiencia.
Esa curiosidad transatlántica se hace ficción histórica en su nueva novela. En el magnético capítulo cero de En América, la propia Sontag se cuela en un festejo teatral en la Cracovia del Siglo XIX.
Se mueve entre sus futuros personajes al acecho del detalle revelador que les dé cuerpo y se pregunta por la necesidad de contar la historia de Maryna Zalenska, la actriz polaca que en el pináculo de su gloria decide emigrar a América y crear una modesta comunidad utópica en California: “Hay tantas historias que contar, que resulta difícil decir por qué es una en vez de otra’’. Hasta bien entrada la novela, también el lector se pregunta por qué Sontag quiere desempolvar y darle nuevo brillo a esta historia.
Aunque no hay pocos paralelismos biográficos con la protagonista -el origen polaco de sus ancestros, el temperamento impulsivo y utópico, la devoción por Shakespeare-, la ficción nunca fue para Sontag una coartada autobiográfica, si no más bien una saludable evasión del yo en los destinos de otros.
Cuando el lector empieza a sospechar que le interesa sobre todo la dialéctica entre Estados Unidos y Europa a lo Henry James, la actriz polaca, famosa ya a ambos lados del Atlántico se cruza con el escritor durante una de sus giras en Londres.
La novela toda se vuelve un homenaje y es James, con su sintaxis tortuosa, el que devela la clave de su interés por revivir a Zalenska: “Le confieso que estoy muy interesado, si no fascinado de veras, como novelista y, permítame que le confíe una de mis esperanzas más acariciadas, como futuro dramaturgo, fascinado por la actriz como tipo contemporáneo’’. Y en seguida: “La actriz contemporánea, como la encarnación más brillante del éxito femenino’’. Es evidente que Sontag cifra en la actriz polaca su propia fascinación, heredera de James y Roland Barthes, por la teatralidad como reino de la libertad, las identidades cambiantes, la seducción y el distanciamiento, y sobre todo por la actuación femenina, como definición liberadora de la mujer, abierta a múltiples roles, sin esencialismos reductores.
Zalenska, prototipo de ese histrionismo seductor y esa feminidad proteica, es todos sus papeles -La Dama de las Camelias, Marguerite Gautier, Julieta, Rosalinda- dentro y fuera del escenario, y es también utopista audaz, diva arrogante, amante fogosa, esposa y madre.
“Un actor no ha de tener ninguna esencia’’, entiende muy pronto, “tal vez tener esencia sería un obstáculo’’. La fascinación estética por un arte teatral y distanciado, capaz de deslizarse por la superficie de las cosas (“un gran vidrio sobre el que circula el deseo’’), está en el centro de sus ensayos más celebrados –“Notas sobre el camp’’, “Sobre el estilo’’-, pero también en el extraordinario ensayo de homenaje a Barthes, incluido en Where the Stress Falls (Cuando la tensión declina) ha heredado del maestro el temperamento formalista, el talento para el aforismo, el derecho de ciudadanía en la “gran democracia de los textos’’.
Polígrafa, apasionada, curiosa, escribe sobre literatura, cine, teatro, fotografía, pintura y ópera con igual solvencia y convicción. El éxtasis de la escritura que describe con lucidez en Barthes, también la nombra: Las palabras “placer’’, “dicha’’, “felicidad’’ se repiten en su obra con un peso que es a la vez voluptuoso y subversivo. De ahí que todo comentario sobre un autor -Elizabeth Hardwick, Machado de Assis, Sebald, Walser, Gombrowicz, Borges, Rulfo- se convierta, como en Barthes, en una apología de la vocación de escritor; por empatía dichosa del que lee con el que escribe ha hecho suya la empresa de la crítica como arte.
Vaya un ejemplo, entre tantos, del crítico como artista: “Lo que cuenta son los adjetivos’’, dice admirada, después de citar el final de una novela de Elizabeth Hardwick y lo explica con aventurados -precisos- calificativos: “(Hardwick) cauteriza el tormento de las relaciones personales con elecciones verbales candentes, puntuación saltarina, frases de ritmos mercuriales’’. La obsesión por desentrañar el “genio propio’’ de la fotografía quizás también derive de Barthes, aunque su Sobre la Fotografía de Fines de los Setenta, preceda al otro gran clásico del autor francés, La Cámara Lúcida. Pero si en Barthes, con el tiempo, la reflexión sobre la imagen se vuelve autobiografía, en Sontag, movida por los genocidios de las últimas décadas y quizás por la tragedia más próxima del 11 de septiembre, se vuelve admonición política.
Regarding the Pain of Others, publicado en inglés en marzo de este año, revisa los argumentos de su Sobre la Fotografía (algunos convertidos en dogma desde entonces), los somete a juicio (“siento una tentación irresistible de cuestionarlos’’) y los rectifica: “Las fotografías mueven a la piedad, pero también la refractan, escribí. Pero, ¿es así? Eso creía cuando escribí el ensayo. Ahora ya no estoy tan segura. ¿Qué pruebas tenemos de que el impacto de las fotografías se reduce, que la cultura del espectáculo neutraliza la fuerza moral de las fotografías atroces?
Si la Sontag de los setenta llamaba a una “ecología de las imágenes’’, la del Siglo XXI, acuciada por la carnicería de las últimas guerras, advierte que no habrá racionamiento del horror que preserve la capacidad de impacto de la imagen. Esa observación le parece ahora conservadora e increpa a los defensores de la versión más radical de esa crítica: la idea de una sociedad convertida en espectáculo (la referencia explícita es a Guy Debord, Jean Baudrillard y André Glucksmann) es de un provincianismo inconcebible, producto de los hábitos de una población reducida de países ricos en los que las noticias se vuelven entretenimiento.
La idea de la sociedad del espectáculo, insiste, “sugiere de un modo perverso y banal que no hay sufrimiento real en el mundo’’. Es por eso que después de desmenuzar los clásicos dilemas éticos y estéticos que presenta la fotografía del mal (la estetización del horror, el placer mórbido, el ataque al buen gusto), después de un documentado recorrido por la historia de las imágenes atroces (de Tiziano y “Los Desastres de la Guerra’’ de Goya a las fotos de Robert Capa o Jeff Wall; de Virginia Woolf y Simone Weil a Edmund Burke o Georges Bataille), Sontag concluye que las imágenes del sufrimiento siguen cumpliendo una función vital.
“Las narraciones pueden ayudarnos a comprender. Las fotografías hacen otra cosa: nos habitan como espectros’’. Y por lo tanto: “Dejemos que las imágenes de la atrocidad nos habiten. Esas imágenes dicen: esto es lo que los seres humanos son capaces de hacer, lo que hacen incluso por propia voluntad, con entusiasmo y determinación. No lo olvidemos’’. Sus viajes frecuentes a Vietnam, Camboya, o Sarajevo califican, sin decirlo, el argumento. Sontag, se deduce, es otra y la misma en la ficción y el ensayo aunque ella misma lo niegue- Lo importante es acompañarla en la aventura indiscernible de la imaginación y el pensamiento. El prejuicio habitual con que los lectores y comparamos a la ensayista y la novelista es, una vez más, superfluo. Sus libros son necesarios mucho antes de encontrar un género.