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Norte y sur

Salvador Barros

El mito detrás del mito

(En “Memorias para Contarla’’, García Márquez abre la fuente biográfica de su literatura: en el origen también había realismo mágico). Corría 1955 y Gabriel García Márquez tenía veintisiete años cuando conmovió al periodismo colombiano con la crónica de un náufrago, en la que mezclaba el testimonio de denuncia con el relato de aventuras a lo Stevenson.

Tres años después, sorprendió al público y a la crítica con una novela kafkiana del Caribe: “El Coronel no Tiene Quien le Escriba’’. Tenía treinta y ocho años cuando publicó “La Mala Hora’’, donde terminaba de darle forma al pueblo que lo haría famoso: Macondo. Y no habían pasado doce meses, cuando compuso un clásico de la literatura universal: “Cien Años de Soledad’’.

De esta novela salían, como usinas alimentadas por una central eléctrica, varios libros de cuentos desmesurados y precisos y su obra más hermética y sublime: “El Otoño del Patriarca". Tenía cincuenta y tres años cuando publicó otra obra maestra “Crónica de una Muerte Anunciada’’ y cincuenta y cuatro cuando fue consagrado con el Premio Nobel de Literatura.

Al día siguiente, García Márquez se encontró con que no tenía nada que contar. Pasó bastante tiempo hasta que finalmente, después de varios libros en los que intentó exorcizar la influencia de su propia obra, el escritor colombiano descubrió su utopía privada: narrar una historia como si “Cien Años de Soledad’’ todavía no hubiese sido escrita.

Esto y no otra cosa es “Vivir para Contarla’’, la autobiografía que se retrotrae a los momentos en que la imaginación literaria de García Márquez aún estaba en formación. Las memorias del autor abarcan desde su nacimiento hasta el momento en que abandona Colombia, en 1955, para radicarse en Europa durante tres años. Pero la rememoración no sigue un orden cronológico sino que, al modo de Cien años... comienza inmediares con una escena ejemplar: la madre del escritor irrumpe en el bar en el que su hijo está discutiendo de literatura con sus amigos para ordenarle que la acompañe a Aracataca -su pueblo natal- para vender la casa de la familia.

El viaje tiene, para García Márquez, el mismo carácter revelador que tuvo para el coronel Aureliano Buendía el descubrimiento del hielo. El escritor comprende que la casa y la historia familiar serán las dos piezas básicas de una obra que, en el momento del viaje, todavía no se había iniciado. La travesía hacia el pueblo natal y los recuerdos que evoca insumen los primeros capítulos de “Vivir para Contarla’’, y en ellos la prosa adquiere un ritmo y una respiración propios de la épica macondiana: las piedras son “como huevos prehistóricos’’, una de las hermanas come tierra y cal, a una mujer muerta le crece el pelo infinitamente, en las puertas se multiplican -sin que nadie sepa cómo- los pasquines satíricos y en el cartel de un pueblo fantasma se lee “Macondo’’.

García Márquez se plagia a sí mismo pero eso no importa porque, como dice el epígrafe, “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla’’. Y lo que el premio Nobel recuerda es un “revoltijo’’ de cosas en las que vivir y contar se intercambian. Fiel a su poética, el escritor no somete las memorias a la “cobardía realista’’, sino que busca, en cada estrato del pasado, la capacidad del acontecimiento para fascinar al lector y ser creído pese a su aparente sobrenaturalidad.

Por eso la casa familiar es el modelo primigenio de la narración, porque en ella “lo más insólito parecía siempre posible’’. En la historia familiar que constituye los capítulos iniciales de “Vivir para Contarla’’, uno tiene la sensación de estar escuchando una “solapa’’ de las propios relatos de García Márquez o de asistir a una excavación arqueológica de la imaginación de un fabulador.

Pero poco a poco, el autor va dejando atrás su propia mitología y se interna en una zona mucho más interesante y original: Sus inicios como periodista en una Colombia que se debatía entre el provincianismo y la modernización. Es el periodo de la posguerra, y el país intenta superar el estéril y violento enfrentamiento entre conservadores y liberales.

La cultura letrada y la cultura masiva entran en un momento de esplendor por el resquebrajamiento del orden conservador y todas esas transformaciones confluyen en las redacciones de los periódicos. En política, aparece la figura populista y esperanzadora de Jorge Eliézer Gaitán que promete un cambio en los modos de gobernar, pero su asesinato el nueve de abril de 1948 lleva al país a una suerte de guerra civil.

García Márquez se detiene con bastante detalle en la revuelta popular que ocasionó ese asesinato y hace coincidir el nacimiento de la Colombia moderna con su viaje de retorno hacia la costa y sus comienzos como escritor. Para ese entonces, había publicado algunos cuentos (incluidos después en “Ojos de Perro Azul’’) y ejercía el periodismo de manera intermitente, pero la necesidad de mantener a su familia lo lleva a transformarse en periodista, primero en Cartagena y después en Barranquilla.

Son años cruentos pero también luminosos; los letrados luchaban por modernizar la vida cultural y por abrirse a lo que se estaba haciendo en otras latitudes. En Cartagena, García Márquez se integraba a la redacción de El Universal, donde aprendió a superar sus reticencias a la escritura ajustada y escueta del periodismo hasta comprender que “novela y reportaje son hijos de una misma madre’’.

En Barranquilla, encuentra a la “pandilla de enfermos letrados’’ que retrata en “Cien Años de Soledad’’ y que le hacen conocer a los cuatro escritores que lo marcarían para toda la vida: James Joyce, Franz Kafka, Virginia Woolf y William Faulkner. La hibridación de estas lecturas con la más temprana de “Las Mil y una Noches’’ será una marca de su imaginación narrativa.

Así se van sucediendo los acontecimientos que parecen querer responder la pregunta insistente y tácita que sobrevuela el texto: ¿Cómo se llega a ser un gran escritor? ¿Es un oficio que se adquiere con el tiempo o es un don inefable? ¿Es la consecuencia del intercambio con una vida cultural colectiva intensa o el resultado de un largo aprendizaje solitario? García Márquez se responde a sí mismo de diferentes maneras: A veces parece creer en la “aptitud natural’’; otras explica sus dotes por su devoción a la lectura y su actitud de “destripamiento quirúrgico’’; por momentos habla de “la carpintería del oficio’’, y más de una vez se ocupa por retratar el intenso clima intelectual de las redacciones de periódicos y cafés como si ahí estuviera la clave de todo.

Si “Vivir para Contarla’’ no elabora respuestas muy rigurosas es porque no se propone como una reflexión del escritor sobre su formación, sino como otra fabulación más que continúa a sus novelas y sus cuentos. Una máquina de contar que una vez que se pone en funcionamiento no admite ni interrupciones ni otras tonalidades. Eso es lo que ofrece este libro: más García Márquez. Cómo fueron los entretelones de “La Hojarasca’’, de la primera versión de “La Mala hora’’ y del reportaje periodístico “Relato de un Náufrago’’, antes de ser convertido en libro.

Cómo conoció a Camilo Torres y a Fidel Castro antes de que se convirtieran en héroes populares, y cómo intimó con la elite intelectual colombiana entre la que se encontraban Álvaro Mutis, Porfirio Barba Jacob y las familias claves de la historia de su país. Cómo, en definitiva, ese joven de bigotitos a lo Jorge Negrete, que alternaba redacciones y burdeles, pudo escribir un día un clásico de la literatura.

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