Capítulo Interestatal Coahuila-Durango de la Asociación Psiquiátrica Mexicana
(Segunda parte)
Iniciar el recorrido del puente causa una cierta excitación y estremecimiento al encontrarse cara a cara con el reto; los casi tres kilómetros de distancia de un extremo al otro, que de lejos parecían tan formidables, se acortan en realidad bajo el influjo emotivo de la aventura. Una aventura definitivamente diferente, con esa sensación de estar flotando en el espacio entre jirones de bruma y ráfagas de viento que parecen tratar de arrancarte y elevarte por los aires.
Abajo, muy abajo, en una mezcla paradójica de cercano y distante, el mar tiembla y se extiende en tonos grises y azules acerados que le dan una apariencia fría y austera. Desde los muelles que se observan lejanos por el lado derecho, empequeñecidos barquitos crecen conforme se van acercando a la parte inferior del puente. Portan una carga de turistas enfundados en chamarras, que se mueven inquietamente sobre la cubierta, cámaras en mano, buscando el mejor ángulo de las pocas partes visibles del coloso. Al lado izquierdo, el mar se extiende mucho más allá de la bahía y se pierde incontrolable entre la espesa neblina que cubre el horizonte.
A pesar de que al inicio de este paso peatonal, hay una cerca alambrada que impide la posibilidad de saltar sobre la valla, conforme se alarga la estructura metálica de los rieles a lo largo del puente, la malla desaparece. Abajo, el mar se desparrama en todas direcciones hacia las múltiples colinas que lo rodean en esta bellísima bahía de San Francisco. Disponible y con las heladas fauces abiertas, parece atraer e invitar a cualquiera que desee saltar desde ahí para sumergirse en sus aguas.
Me imagino que con cierta frecuencia existen esas almas en pena, atormentadas y depresivas que han probado la aventura de cruzar el puente hacia niveles todavía más lejanos y profundos, de los cuales ya no se puede regresar: el último puente que todos cruzaremos algún día. Saltar desde estas alturas es relativamente fácil; el barandal no es muy alto; no aparece ningún vigilante, de modo que bastaría un impulso sin demasiado esfuerzo para alguien de regular estatura, estuviera penetrando en las aguas en materia de segundos, como sabemos ha llegado a suceder.
Hay una buena cantidad de ciclistas embarrados en sus licras o peatones que siguen el mismo recorrido: en parejas, solitarios, en grupos pequeños o en hileras. El zumbido de las ruedas de sus aparatos se mezcla con los variados estilos de conversaciones y comentarios. Resalta el colorido de las vestimentas en rojos, amarillos, naranjas, azules intensos, rosas o violetas; verdes vegetales que combinan con negros y grises, en los cascos deportivos, las capuchas o los rompevientos, en los pants o en las chamarras, y aún a pesar del frío en los shorts veraniegos para aquéllos que están acostumbrados a estas temperaturas, frías para nuestros estándares en La Laguna.
El recorrido es fascinante y vivificante; al inicio, se puede percibir intensamente el aroma de pinos y eucaliptos que crecen en las laderas del parque; aroma que se fue desvaneciendo a lo largo del camino para convertirse en un aire húmedo y salino con ese olor característico del mar, que se puede inhalar hasta las profundidades de los pulmones, malacostumbrados a la toxicidad y contaminación de zonas como la nuestra. Es casi intoxicante respirar esa calidad de aire en lo alto del puente, un aire tonificante que te conecta directamente a la naturaleza para hacerte sentir parte de ella, aún a pesar del tráfico vehicular que también circula por el puente. Admirar ese panorama marino desde ahí, hace que se olviden los autos, autobuses, trailers y camiones que transitan interminables.
Rayones de la costa aparecen y desaparecen entre la bruma conforme sopla el viento y dejan entrever y adivinar su perfil: las áreas de presidio, la Marina, Fort Mason y parte de los muelles, con la silueta característica de la ciudad de San Francisco y sus rascacielos, entre los que resalta naturalmente la Pirámide de Transamérica, que junto con este puente se han convertido en los símbolos representativos del panorama urbano. El caserío y los rascacielos parecen descender suavemente por entre las colinas; una visión lejana y diminuta, a ratos clara y bien delineada, pero por momentos borrosa e imprecisa entre las ventanas de nubes.
A mitad del puente me topé con un grupo de muchachos que se habían detenido en un rincón, no para mirar el paisaje sino para reanimar a uno de sus compañeros que padecía fobia a las alturas y había logrado llegar hasta ese nivel del camino. Me explicaron que debido a ese problema, habían decidido animarlo y exponerle a esa ?aventura terapéutica? para que lo superara.
Sin embargo, a pesar de las porras y el apoyo de los demás, este muchacho iba haciendo el recorrido por la parte interna del camino peatonal, desde donde evitaba la vista del mar sin enfrentarse del todo a su miedo a las alturas, porque aún no se sentía preparado. Por lo pronto, el primer paso estaba dado; inclusive lograron llegar hasta el otro extremo del puente, donde los volví a encontrar, curioso de los resultados de su ?terapia?. Para el regreso, ellos decidieron tomar un taxi, puesto que pensaron que esa primera etapa había sido suficiente. No cabe duda que en todas partes hay necesidades y estilos diferentes de tratamientos psicológicos. (Continuará).