Capítulo Interestatal Coahuila-Durango de la Asociación Psiquiátrica Mexicana
(Primera parte)
Frías ráfagas de viento recorren la piel de manos y mejillas que están al descubierto, ráfagas que por momentos se hacen más presentes a estas alturas, como en un intento por atravesar o disolver las tupidas capas de bruma que característicamente hacia las tempranas horas de la tarde, empiezan a trepar por entre las colinas, deslizándose desde el mar como un manto que lentamente lo va cubriendo todo.
El perfil inconfundible y gigantesco de ese puente, del Golden Gate, (la puerta dorada) surge de entre las aguas casi como un espectro, como una aparición fantasmal que se viste de jirones de neblina, que parece ir desgarrando o zurciendo delicadamente entre sus formidables armazones. A distancia, desde la ciudad o sus alrededores, el puente se ve empequeñecido, uniendo las colinas de uno y otro lado, como un pequeño juguete, en ese verdor particular del inconfundible paisaje de la ciudad de San Francisco. Un paisaje al que las películas, las series de televisión, las tarjetas postales, las revistas o los libros nos han acostumbrado, al dedicarle tantas fotografías, una y otra vez interminablemente, como una de las más bellas y fotogénicas ciudades del planeta.
De complexión delgada y esbelta, pero a la vez monumental, delicado y elegante en esos rasgos característicos del Art Decó de las primeras décadas del siglo pasado, su armazón de tonos anaranjados resalta entre la niebla, entre el verdor del panorama y entre las ventanas de un azul muy diáfano del cielo.
Hipnóticamente atrae las miradas desde cualquier ángulo del que se le contemple, como un silencioso testigo del pasar de los años y la vida, desde 1937, fecha en que fue inaugurado, después de cuatro años que duró su construcción. Un mudo observador del pasar de los peatones y los ciclistas, de los autos y los autobuses, de aviones y barcos que lo admiran desde el aire o desde el agua, y hasta del mirar giratorio de quienes se llegan a pasear por la bahía en helicóptero, como una excusa y un privilegio para pasar a saludarlo y fotografiarlo también.
Seguramente hay algo mágico y arquetipo en esas altísimas torres de ventanas al estilo cuadrangular, perfectamente plantadas en el fondo de la bahía, que le dan su resistencia y fortaleza. Esas torres que soportan el peso mediante un cableado entrelazado colgante que desciende y asciende de un extremo a otro, como parte de un armónico y excelente diseño que le da al puente ese garbo, gentileza y equilibrio que lo hacen tan distintivo. Llama la atención al fantástico contraste que irradia de una obra de ingeniería de esa magnitud, pero que a la vez se acopla con tal gracia al escenario de la bahía, sobre todo cuando ciertas partes de sus estructuras se asoman como flotantes visiones fantasmales entre nubes de neblina.
Atravesar el puente del Golden Gate a pie de ida y vuelta se antoja como un reto, o quizás como una aventura descabellada para quienes visitamos la ciudad de San Francisco como turistas. Para quienes viven en el área, se trata posiblemente de una rutina de todos los días, o al menos varias veces a la semana para entrar y salir de la ciudad. Pero para cada viajero que está ávido de curiosidad, emocionar y nuevas experiencias que despierten los sentidos, para aquél que todo lo quiere ver y hacer, es casi una obligación, es un “must” como le dicen los americanos, algo nuevo por probar y descubrir.
Hacía muchos años que lo había oído, que me lo habían recomendado en otros de los varios congresos efectuados en San Francisco; de parte de colegas que vivían en esa área o de otros asistentes foráneos como yo y que habían aprovechado algún día libre para escaparse de las sesiones y hacerlo. Pero en estos eventos, las presiones del tiempo de las sesiones académicas y demás actividades, todas igualmente atractivas en una ciudad como es ésta, no me habían permitido hacerlo y solamente alcanzaba admirarlo desde la lejanía.
Sin embargo, algo se movió internamente en mí en esta ocasión, y el proyecto aplazado durante tanto tiempo se transformó en un reto más agudo e inmediato, como si se tratara de una necesidad más palpitante. De alguna forma, era una aventura que ya no se debía postergar para el futuro como en otras ocasiones, sino más bien ser experimentada en el presente. Tal vez para muchas personas pueda sonar como una necedad, como un capricho superficial y sin sentido, un algo sin relevancia, imposible de llenar una necesidad de primera clase, con categoría de imperiosa o urgente.
Pero por otro lado, creo seriamente que así surgen a lo largo de la vida tantos retos y necesidades, aparentemente sin sentido e incomprensibles, catalogados como necios y superficiales, pero que conforme pasan los años y los analizamos en retrospectiva, o simplemente los miramos con diferentes cristales o desde otros ángulos, les encontramos un significado más complejo y relevante del cual no nos habíamos percatado al inicio. Es posible que desde el primer instante, nuestra intuición, nuestro inconsciente o nuestra sensibilidad según le queramos llamar, hubiese captado la importancia de aquella experiencia y por lo mismo nos hubiese empujado a ella, aún a pesar de no habernos dado cuenta inicialmente de su significado y proyección.
Quizás el hecho de que en el último año, entre el otoño de 2002 y la primavera de 2003, San Francisco fue la sede de dos de los más importantes congresos anuales psiquiátricos de Estados Unidos, se convirtiera también en un estímulo poderoso para efectuar tal aventura al sentirme impregnado de la ciudad y de su ambiente una vez más. En el mes de octubre de 2002, la Academia Americana de Psiquiatría Infantil y del Adolescente (AACAP) tuvo su reunión anual; mientras que la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) la llevó a cabo en mayo de 2003, como generalmente sucede cada año. (Continuará).