El día de ayer, la Iglesia Católica celebró el veinticinco aniversario de la asunción al papado de Karol Wojtyla, quien decidió adoptar el nombre de Juan Pablo II, desde aquel dieciséis de octubre de 1978 en que el sínodo cardenalicio tomó la decisión de elegir a un ministro de la Iglesia que “venía de lejos”, de un pequeño poblado cerca de Cracovia, en Polonia y que rompiendo con un paradigma de cuatrocientos cincuenta y cinco años se convirtió en Papa a pesar de no ser italiano.
La grey católica admira y respeta a Juan Pablo II por haber influido en las estructuras temporales de su tiempo. Pero no menor es el respeto y reconocimiento que sienten hacia él millones de personas no católicas en todo el mundo; porque al margen de análisis específicos del desarrollo de la Iglesia a lo largo de su pontificado, es evidente que su labor evangelizadora la ha apoyado siempre en un manifiesto y reiterado interés por la paz mundial.
Hombres como Mijaíl Gorbachov han reconocido públicamente que algunos de los cambios importantes que ha vivido el mundo en las últimas décadas del siglo pasado no hubieran sido posibles sin la intervención de Juan Pablo II. Concretamente, cambios como los que se sucedieron en la Europa Occidental y que constituyeron el surgimiento de un nuevo orden mundial, el cual ha sido favorable en ciertos aspectos y desgraciadamente desfavorable en otros, aunque este saldo negativo no le es imputable al Papa polaco.
No es posible pretender que el Papa permanezca entre los fieles católicos mucho tiempo más, pues el realismo nos impulsa a pensar que su deceso no está lejano y entonces el cónclave de cardenales deberá reunirse para elegir un nuevo Papa. Esa responsabilidad se torna mayor en los tiempos que corren, porque la deshumanización, la hegemonía de los estados poderosos y sus tendencias materialistas obligarán al eventual sucesor de Juan Pablo II a redoblar esfuerzos por impulsar la consecución de una paz mundial que, en razón de los signos de los tiempos, se antoja casi inalcanzable.