En estos días se terminará de escribir una historia de amor larga, tortuosa, a ratos apasionada, a veces angustiante y con final triste; pero, al contrario de lo que suele ocurrir con ese tipo de sagas, ésta dejará un buen sabor de boca. Después de todo, romances de medio siglo de duración y que se mantienen contra viento y marea, son más bien difíciles de encontrar. Y en esta época de basketbolistas millonarios acusados de violación que lloran por cometer el pecado de adulterio, es bien recibida toda moraleja que ensalza la fidelidad y se pitorrea de la hipocresía.
Es la historia de amor entre un automóvil y un país. Bueno, varios, pero uno en especial.
Por estas fechas estará saliendo de la línea de ensamblaje de la planta Volkswagen de Puebla el último VW Sedán tradicional, al que todo mexicano bien nacido (y otros no tanto, que abundan) ha llamado “vocho” durante décadas; o, ya lindando de plano con lo yucateco, “vochito”. El diminutivo se aplicaba no por el tamaño (lo que sería una redundancia); sino cuando el vehículo ya andaba en su segunda o tercera década de funcionamiento.
(Por cierto y no me pregunten por qué: en Brasil al mismo modelo, armado en la planta de Sao Paulo y que fuera tan popular allá como acá, se le llama “fusca”; sí, con tan balístico apodo se le conoce en el único país que rivaliza con México en su pasión por el VW Sedán).
El Vocho es un símbolo plurisemántico: representa muchas cosas. En primer lugar y durante mucho tiempo, el acceso posible de una capa de la población mexicana a la clase media; cuando se podía salir de pobre con sacrificios, esfuerzos y estudios, y mostrarse ambivalente ante las películas “Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos”. ¿Cuántas familias no tuvieron en un Vocho su primer automóvil? ¿Cuántos obreros, secretarias, empleados, pudieron con orgullo subir (eso sí, apretujados como en autobús de “La Familia Burrón”) a pareja, hijos, perro y suegra en su primer carro nuevo, comprado a plazos, siendo éste un VW?
En tiempos del Desarrollo Estabilizador, sin inflación, atonía, gabinetazos ni análisis de Martita, la gente podía ahorrar y alcanzar un nivel social muy superior al que había tenido la generación anterior. Por supuesto, el brinco a la clase media tenía que presumirse al mundo (bueno, a la cuadra); y ello era asequible, fundamentalmente, vía el VW.
El Vocho es también símbolo y memoria de las vicisitudes y agridulces aventuras de la juventud perteneciente a varias generaciones. Y es que el Vocho por tradición se heredaba al hijo mayor cuando la situación permitía comprar algo de cuatro puertas (o se adquiría de quinta mano uno ya muy traqueteado). Y el hijo mayor (o comprador de quinta mano) pasaba quién sabe cuántos ritos de iniciación a bordo de tan noble y aguantadora institución. ¿Cuánta gente no se corrió su primer parranda adolescente, vomitó su primer tapicería (propia o, peor aún, ajena), perdió su virginidad (¿recuerdan las especulaciones sobre el uso de las correas laterales?) a bordo de tan insigne testigo? Los hippies rezagados en los setenta lo utilizaron como símbolo de frugalidad y apego a la naturaleza (básicamente, pintándolo con florecitas). Hasta Disney lo hizo héroe de la contracultura light en “Cupido motorizado”.
El Vocho también simbolizó durante mucho tiempo el renacimiento alemán a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. Lo cual, además, le sirvió para borrar su estigma de nacimiento: el de ser hijo de Hitler. Cuando el dictador alemán arrancó su programa de rearme y preparación para una contienda que le parecía inevitable, un elemento importante del mismo era la construcción de autopistas (autobahnen, en alemán) que le permitieran transportar con rapidez hombres y materiales de un lado a otro del corazón de Europa. El problema de imagen (lo que tanto le preocupaba al Führer) con esas maravillas asfaltadas (que siguen siendo las mejores del mundo, y donde se puede ir a 220 km/hr, si el motor aguanta) era que no podían ser usadas por el pueblo alemán, cuyo poder adquisitivo había tocado fondo a principios de los años treinta: casi nadie tenía automóvil.
Así, los sufridos germanos veían aquellas carreteras como Tántalo enfrente de una taquería. Dado que (y esto se suele olvidar) el III Reich era más populista que Lopejobradó, Hitler ordenó que semejante afrenta fuera borrada por el Estado nazi; de manera tal que en 1937 comisionó al célebre diseñador de carros Ferdinand Porsche (sí, el de ESOS Porsche) la concepción de un auto económico, barato, aguantador, cuyas refacciones se pudieran fabricar con un abrelatas (como lo prueban múltiples establecimientos) y cuyo mantenimiento pudiera ser cumplido hasta por una mujer: vaya, ni agua iba a necesitar (de hecho algunas féminas se sorprenden cuando descubren que a veces requiere aceite).
Porsche logró esa proeza en muy poco tiempo, aunque quizá olvidando el tamaño promedio de los teutones. Para darle más vuelo a la hilacha del populismo, se ordenó que a los empleados germanos (después de todo, el Partido Nazi era De los Trabajadores Alemanes) se les descontara una parte del sueldo, con miras a recibir un automóvil en un futuro no lejano. El esquema resultó el fraude de autofinanciamiento más grande de la historia: nadie (y no es exageración: NADIE) recibió el automóvil que, so pena de enfrentar a la Gestapo, habían estado pagando puntualmente: estalló la guerra, las fábricas se pusieron a despachar Panzers en lugar de Vochos y los sufridos alemanes terminaron de a infantería: marchando a pie al trabajo o, peor aún, al frente ruso.
Luego de la guerra, la industria automotriz alemana renació teniendo como punta de lanza a la VW, cuya planta de pura chiripa quedó a unos kilómetros de la frontera con la Alemania Oriental: desde las instalaciones de Wolfsburg se podían ver las torres de observación de los Vopos (los temidos policías de frontera) comunistas: el capitalismo puro enfrentando al Socialismo Real.
Un automóvil hecho para aguantar todo, y de precio accesible, se convirtió en un éxito mundial; primero en la Europa devastada. Luego, cuando ahí ya se podían comprar ruedas más sofisticadas, en el Tercer Mundo. Así se ganó a pulso su lugar como icono del Siglo XX, entre los más vendidos de la historia, junto al Ford Modelo T y el Toyota Corolla.
Pero todo por servir se acaba y en su fanático afán de conservar la línea (como ciertas damas) el Vocho encontró su perdición: ya para los sesenta y setenta, japoneses e italianos le empezaron a hacer mella. La competencia fabricaba autos más amplios, mucho más funcionales para familias si bien menos numerosas, sí generalmente mejor alimentadas. La facilidad con que se podían hurtar los VW (el de un amigo se encendía con la punta de un desarmador en vez de llave; no que nadie en su sano juicio se lo quisiera robar...) también los hizo menos apetecibles. Los gustos cambiaron y el Vocho no. En 1979 se dejaron de ensamblar en EUA y para mediados de los noventa México tenía la discutible distinción de ser el único país en que se producían el VW Sedán y la máquina de escribir portátil Olivetti. Está bien que seamos pródigos en tesoros arqueológicos, pero como que ya era mucho. Finalmente, luego de sacar un NeoVocho (New Beetle) carísimo, VW decidió que a fines de este mes se fabrique el último Vocho tradicional de la historia.
Por eso, aunque nunca hayamos tenido uno (un servidor era fiel Datsunero, que no danzonero), derramemos una lágrima nostálgica por él. Resultó leal compañero de un México tan aguantador y de fácil mantenimiento como él. Lo curioso es que ese México, si atendemos a las ideas de nuestros políticos, se obstina en negarse a cambiar. Esperemos no le pase lo que a su acompañante: que desaparezca en la obsolescencia, dejándose rebasar por un mundo que se transforma, nos guste o no.
Consejo no pedido para combatir la melancolía que no se hunde, cual Vocho en alberca (sí, hubo quienes hicieron la prueba): Escuche “¡Serious Hits Live!” de Phil Collins y rente “Cuatro bodas y un funeral”. Provecho.
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