¿Puede haber un país rico con un agro pobre? La respuesta es no, las naciones verdaderamente prósperas han logrado siempre una equilibrio entre las ciudades y el resto de su territorio. Sólo generalizando el bienestar a todos sus ciudadanos una nación puede dormir tranquila. Ese es al gran objetivo: que la prosperidad abrace a todos. En el camino sin embargo tenemos que aceptar que ese bienestar no se produce como nosotros caprichosamente lo determinemos. Hay realidades económicas que debemos atender. Esa es la parte dolorosa.
Los imaginarios colectivos, las utopías socializadas, son con frecuencia muy engañosas. Marx sólo imaginó una clase mayoritaria. El proletario prototípico creció con rapidez durante el siglo XIX, pero después empezó a decrecer. El sector servicios sorprendió y avasalló. Hoy algunas sociedades muy ricas y justas tienen cuando más un 20 por ciento de su fuerza laboral como obrero típico, de cuello azul. En México la trampa fue otra. Los ideales revolucionarios se imaginaron que un México justo sólo sería viable distribuyendo la tierra brutalmente concentrada en el porfiriato. Un campesinado muy amplio se convirtió en ideal político.
Las consecuencias de ese grave error las conocemos todos. Durante décadas se repartieron tierras a diestra y siniestra con el afán de crear núcleos de campesinos. Las expectativas se volvieron insaciables. La concentración de la tierra era un problema real, también su vocación. Del total del territorio sólo del 12 al 14 por ciento tiene vocación agrícola, buena parte concentrada en el centro y el sur. A muchos mexicanos, ejidatarios y comuneros, se les repartieron terrenos sin ningún futuro agrícola. Fue un gran engaño. Los paliativos fueron igual de graves: precios de garantía, subsidios de todo tipo, una terrible negación de la realidad. Cada año el Presidente de la República anunciaba con orgullo los cientos de miles de hectáreas incorporadas al cultivo. El resultado: núcleos poblacionales atados a la miseria y una depredación sin nombre.
El balance difícilmente podría ser peor: arrasamos con millones de hectáreas que tenían otra vocación, bosques y selvas; se socializó, ejidos y comunidades, el 60 por ciento de las tierras; y gracias a una política que perseguía la prosperidad se inhibió institucionalmente la inversión en la propiedad privada. Agréguese a ello la inseguridad como producto de las invasiones frecuentemente fomentadas, además del tratamiento de capitus diminutio de ejidatarios comuneros y propietarios a través de tribunales especiales y estamos en el peor de los mundos. Pero llegaron las crisis y desenmascararon el gran engaño: no había subsidios, ni directos ni indirectos, que alcanzaran. El campo se descapitalizó dramáticamente. La miseria aumentó. Los aparatos de control político no querían soltar su gran arma, el corporativismo agrario.
En 1992 Salinas de Gortari intentó un importante reforma al 27 constitucional que abría el agro a asociaciones y permitía mayor certidumbre. Quedó trunca y por lo tanto no prosperó. Después de una década sólo alrededor del uno por ciento de los terrenos ejidales se encuentra en alguna nueva fórmula de explotación agrícola. La parálisis total. En esas estábamos cuando llegó la apertura programada por el TLCAN: apareció el gran ogro. De pronto los líderes agrarios se levantaron. ¿Qué hacer? Para atrás hay poco que buscar. Las realidades económicas que negamos por medio siglo se imponen. El sector agropecuario emplea alrededor del 20 por ciento pero produce sólo un cuatro por ciento del PIB. La agricultura emplea cada vez menos mano de obra. Hace medio siglo un 60 por ciento de los mexicanos dependían de esa actividad, hoy es sólo alrededor de un 23 por ciento. En una economía moderna el agro no es un gran empleador, por el contrario es el sector que menos emplea. Su peso político también decrece.
La producción agropecuaria presenta un crecimiento muy bajo desde mucho antes de la firma del TLCAN El escenario es hoy sin embargo mucho más claro. Tenemos importaciones fuertes en trigo y soya. Menos en maíz y frijol. Nuestra vocación cerealera siempre ha estado en duda. Allí está un gran problema de fondo. El otro lado de la moneda es que nuestras exportaciones de frutas y hortalizas frescas y las de legumbres crecieron al 11 por ciento anual. Nuestras limitaciones productivas son evidentes, también nuestras oportunidades.
Otra salida retórica bastante común radica en afirmar que los apoyos son una constante en los países ricos y exportadores. Es cierto, pero incluso esos apoyos deben tener cierta racionalidad. Enrique Quintana publicó hace algunos meses un excelente ejercicio comparativo. El monto total de apoyo en EU. al sector es ocho veces mayor, eso nos dice muy poco. Cuando se compara por hectárea cultivada es 25 por ciento superior. Sin embargo cuando se miran las toneladas producidas los apoyos mexicanos son 32 por ciento superiores. La ineficiencia aflora. Dramática es la comparación del beneficio por persona o mejor dicho por productor pues allá el impacto es 30 veces superior. Surge de nuevo la pregunta central en el tema: qué queremos muchos productores o bienestar, clientelas o riqueza. Cada productor allá se encarga de casi 60 hectáreas mientras que en México el promedio es 3.1. Por supuesto allá su ingreso es 30 por ciento superior al promedio mientras que en nuestro país están 40 por ciento por debajo. Dolorosas realidades.
Otro argumento común se centra en el hecho de que la población indígena y la producción comunitaria simplemente no permiten las comparaciones. Por supuesto que las diferencias son abismales, pero el dilema de fondo es el mismo: la búsqueda de bienestar tiene que atender a la realidad. Diversificar cultivos y actividades económicas, no propiciar la pulverización de las parcelas o propiedades, tecnificar, favorecer la inversión, fomentar las asociaciones, dar garantías jurídicas a poseedores y propietarios son medidas válidas para todos. También lo es aceptar lo inevitable: la disminución de la PEA del sector. Un campesinado muy amplio casi siempre, salvo excepciones conocidas, es sinónimo de miseria. Hay que optar.
El día de ayer en Palacio Nacional, con todo el bombo y platillo que se acostumbra, se dio a conocer una nueva estrategia gubernamental para el agro. Habrá que estudiarla detenidamente. Sin embargo por el tono proteccionista de algunas intervenciones, por ciertas medidas que huelen a pasado, surge de nuevo la pregunta, en pleno siglo XXI, qué queremos bienestar para esos mexicanos o renovar a ciertas burocracias políticas, clientelas o producción.