Cuando se cierne sobre el mundo la amenaza de guerra con que un par de locos busca satisfacer sus obsesiones, reflexionar sobre asuntos de carácter nacional pudiera parecer frívolo y fuera de lugar; pero “soy persona y nada de lo humano me es ajeno”, de modo que el árbol inmenso de la problemática mundial tanto como el pequeño bonsái de la existencia cotidiana atrapan mi atención y sugieren un comentario.
En momentos de crisis como el presente, la educación cobra especial importancia porque de ésta dependen el desarrollo de los pueblos, la conciencia de los problemas que lo frenan y las posibilidades de solución. México, al margen de las inversiones multimillonarias destinadas por cada gobierno al renglón educativo, padece una grave falta de educación que se refleja en el comportamiento social y laboral de millones de compatriotas, lo mismo en las calles que en las oficinas, en las tribunas que en el campo, en los medios de transporte que en los sitios de recreo: desorden, ignorancia, poco esfuerzo, improvisación y conformismo. Lo advertimos también en las actitudes que se asumen ante la problemática económica, ambiental y cultural, en el rendimiento profesional, en la proliferación del vandalismo como modus vivendi y en una creciente incapacidad para resolver conflictos.
El año pasado, nos escandalizaron las calificaciones obtenidas por nuestros niños y jóvenes en pruebas estandarizadas de matemáticas, lengua nacional, historia y geografía, aplicadas a un numeroso grupo de países. Los niveles de aprovechamiento de los estudiantes mexicanos resultaron ínfimos en todos los renglones y tuvimos que aceptar como auténtica la nota reprobatoria para nuestro sistema educativo.
Aunque el problema es sumamente complejo, creo que en parte muestra los resultados de una cultura “light” de tijera y pegamento, popularizada durante las últimas décadas, que redujo el aprendizaje de materias básicas a recortar y pegar estampitas, copiar las monografías ligeras y defectuosas contenidas en el reverso, colorear los mapas que se venden por paquete y armar cuerpos geométricos ya impresos en cuadernillos de cartón. Práctica ventajosa para las editoriales y papelerías, pero bastante empobrecedora para los alumnos que, privados de la oportunidad de conocer el contorno y la ubicación de países, estados y municipios, o la de trazar y confeccionar sus propios cubos y prismas para aprender del ejercicio y del error, tuvieron que conformarse con localizar la lámina apropiada en el catálogo de la librería, a cambio de un rato de espera, el pago diario de algunos centavos y el uso de pegamento como principal útil de trabajo.
Las tablas de multiplicar y las reglas ortográficas también fueron desplazadas, dejando su lugar al diálogo en voz alta (inmediato y no-corregible) y al uso de la calculadora. Paralelamente a esta visión simplista de la enseñanza, se recortaron los períodos laborales, a fin de establecer dos turnos en todas las escuelas; esto trajo como consecuencia la desaparición de actividades reforzadoras y complementarias. Para los maestros, el cambio resultó cómodo.
La letra dejó de “entrar con sangre”, los programas se simplificaron y las tardes comenzaron a rendir, pues, anulado el estilo personal de cada alumno, había poca variación en los productos para revisar. Además, los controles de la SEP se fueron flexibilizando y dieron al alumno un sinfín de oportunidades para aprobar los cursos, cualquiera que fuese su nivel de aprovechamiento.
No obstante las aparentes ventajas, comenzaron a observarse vacíos importantes en la educación escolar: Disminución del interés por aprender e investigar, preferencia por realizar tareas con mínimo esfuerzo, escaso espíritu de superación y una creciente indisciplina. La indolencia de los aprendices se manifestó también en los profesores, quienes, condicionados por la poca exigencia de los sistemas y el desinterés general del alumnado, descuidaron el aprendizaje a profundidad, el control de calidad del trabajo escolar y la búsqueda de resultados por encima del promedio. ¿Por qué nos extrañan los resultados de los exámenes?
Hace días asistí a un curso para padres de niños próximos a ingresar a la escuela secundaria; niños que hoy resultan completamente distintos a sus antecesores, pues enfrentan una realidad que nada tiene que ver con la del siglo pasado (hace menos de un lustro era ese siglo).
La experiencia compartida de padres, hijos y maestros nos revela que, indiscutiblemente, la educación de hoy requiere nuevos modelos para ser efectiva; es decir, para hacer de nuestros niños y jóvenes personas ricas en conocimiento, hábiles para resolver problemas, capaces de buscar y encontrar información en fuentes diversas y de emplearla en forma significativa. También deben aprender a relacionarse con los demás (los demás son el mundo entero y no sólo sus vecinos de pupitre) y ser lo suficientemente flexibles para aceptar opiniones ajenas y compartirlas sin sacrificar la propia.
La educación que adquieran debe permitirles adaptarse a cambios constantes, llevarlos a asumir responsabilidades y trabajar individualmente para cumplirlas, pero también a desarrollar un espíritu de colaboración y trabajo colectivo que integre el esfuerzo de todos y produzca mejores resultados. El aprendizaje de niños y jóvenes que pretenden los nuevos modelos educativos, implica la adquisición de conocimientos a través de múltiples recursos, así como el desarrollo de habilidades y destrezas, unido todo a la práctica de valores derivados del esfuerzo personal y grupal de los estudiantes y del ejemplo de sus profesores. Casi nada.
La vieja clase donde sólo se escuchaba la voz del maestro, hoy es letra tan muerta como la que quedó en los cientos de cuadernos que llenamos muchas generaciones, tratando de capturar las palabras del profesor. También queda fuera la compra-recorte-pegado de láminas con héroes estereotipados e información raquítica. Hoy se promueve un aprendizaje activo y, en la medida de lo posible, auxiliado por la tecnología. Cualquier docente que se precie de serlo, debe ser capaz de escuchar las voces de sus discípulos, argumentando puntos de vista contrarios a los suyos, enfoques del problema en los que no se le había ocurrido pensar y soluciones correctas a las que el estudiante puede llegar por caminos insospechados.
Por su parte, la información no tiene límites. Contra el libro único –considerado infalible e insustituible– y el cuaderno de apuntes celosamente guardado y repetido año tras año por el mentor, las pantallas de las computadoras que van llenando las escuelas, nos abren las puertas del conocimiento mediante un “clic” que no requiere más presión que una caricia, y aparece ante nosotros cualquier tema, multiplicado y analizado desde todas las perspectivas y profundidades.
Los que ahora escribimos y leemos no somos quienes podremos constatar los logros reales de la nueva propuesta educativa, que se antoja universal y posible. Vivimos la transición y ello implica la presencia abierta o escondida del viejo modelo gastado e inoperante y la del nuevo, revitalizador pero aún inmaduro y, en nuestro medio, lejos de ser asimilado y aplicado en todos sus aspectos.
Paradójicamente, el exceso de oportunidades y recursos en los que se enmarca la educación del siglo XXI produce efectos indeseables, opuestos y peligrosos por su contundencia y velocidad. Las contradicciones del progreso son lo malo de lo bueno: Niños y jóvenes extremadamente hábiles para navegar en espacios cibernéticos, encuentran enormes dificultades para manejar un libro y extraer sus ideas; acostumbrados a encontrar en la red todos los detalles relacionados con un tema u objeto, no pueden poner atención a las instrucciones que se les dan para mantener la disciplina y comportarse adecuadamente en lugares o situaciones específicos, ni pueden realizar operaciones simples sin la ayuda de una calculadora. Su búsqueda de información, tan sencillo como efectiva, los hace caer en el plagio indiscriminado de materiales ajenos. Mantienen conversaciones interminables con amigos de todo el mundo, a los que jamás han visto ni verán en persona, pero ignoran el nombre de sus compañeros y son incapaces de comunicarse con quienes viven en su propia casa.
Evidentemente, entre el antiguo modelo y el actual hay un gran desequilibrio que nos impide lograr buenos frutos, pues tenemos los recursos, tenemos los proyectos y tenemos la intención, pero seguimos en las mismas, realizando cambios superficiales o emprendiendo acciones sin considerar condiciones, causas y efectos. Algo está fallando en México y debemos corregirlo, pero asumiendo que, en educación como en política, ningún sistema es tan perfecto como para aceptarlo sin reservas, y ninguno es tan imperfecto como para rechazarlo por completo. Debemos ser capaces de identificar los elementos buenos y malos de los modelos que se nos imponen y armonizarlos: ni dar todo ni quitarlo; ni cerrar los ojos ni abrirlos demasiado. Ése debe ser nuestro compromiso social y nacional.
Y si aceptamos que la escuela es un universo que reproduce en pequeño el de la sociedad y el Estado, bien podríamos ajustar esto de los modelos viejos y nuevos, su necesario equilibrio y la imprescindible colaboración de las parte, a las acciones políticas y de gobierno que tanto nos desgastan en los últimos tiempos. También aquí nos toca ser el puente entre un pasado obsoleto y un futuro que, aunque quiera, no puede alimentarse de ilusiones. No podremos vivir los resultados del cambio, porque éstos no serán, ni pueden ser, inmediatos; pero estamos obligados a propiciarlo para nuestros hijos. Ojalá que todos compartiéramos la convicción de que, el único camino para el crecimiento de México es la alianza y colaboración real de todas sus partes. Que si la cabeza sufre migrañas, torpezas y alucines, los órganos restantes, en su diversidad de orígenes, sistemas y funciones, deben y pueden sacarla adelante y remediar el malestar. Decapitar no es la solución; mejor será fortalecer el cuerpo para que la cabeza sane.