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Elección de Emilio Herrera

Invitación a la lectura.

“Un campo de batalla es un espectáculo espantoso. Hasta los treinta años la victoria puede deslumbrar y ornar de gloria tales horrores, ¡pero más tarde!”. “Jamás me ha parecido tan horrible la guerra”.

Hubiera podido vencer y no ha querido; ha rechazado la victoria como un amante harto ya rechaza a su querida, cosa que ella no le perdonará nunca.

El ataque de la caballería de Murat ha introducido el desconcierto en toda el ala izquierda de Kutuzov; la caballería de Latour-Maubourg se ha apoderado de las alturas de Semenovsky; el camino de la victoria está abierto. Pero los mariscales Ney y Murat, agotados, piden refuerzos. El emperador vacila: tan pronto dice que sí como que no. Los rusos se aprovechan de ello; Bragation reconstituye la línea rota; ya no se trata de dar cima a la victoria sino de conservarla. Los mariscales vuelven a pedir, imploran refuerzos. El emperador da orden por fin a su guardia para que avance, pero inmediatamente la hace detenerse: “No, prefiere esperar a ver...”.

A eso de mediodía, el ala derecha francesa se había metido tan hondo en el ejército ruso, que descubría todo el interior y la retaguardia del mismo hasta el camino de Mojaisk -¡los fugitivos, los heridos, los carricoches!-. Sólo una torrentera y un soto separaban a los franceses de los rusos; no falta más que un último empujón para llegar hasta ellos y decidir la suerte de la batalla –acaso de toda la campaña-. “¡La guardia joven! –imploran, exigen los mariscales-. ¡Que se presente tan solo! Bastará con eso para acabar”. “No, quiero ver más claro en mi tablero de ajedrez... Si mañana hay otra batalla, ¿con qué la voy a dar?”.

“No lo reconozco, dice Murat con un suspiro de tristeza”. “¿Qué hace el emperador detrás del ejército?”, exclama Ney, enfurecido. “Ya que no pelea, puesto que no es general, qué quiere hacer de emperador en todas partes, que se vuelva a las Tullerías y nos deje a nosotros ser generales, en lugar de él”.

Cuando Napoleón dio por fin su gardia era demasiado tarde ya; los rusos se habían retirado en buen orden, sin dejar a los franceses más que el campo de batalla en que parecía haber más vencedores muertos que vivos.

“Moscú! ¡Moscú!, exclamaron los soldados, y batieron palmas de júbilo, cuando el 14 de septiembre, a las dos de la tarde, vieron al final de la llanura de Mojaisk las cúpulas doradas. De repente olvidaron todos los sufrimientos de la guerra: ¡La paz está en Moscú”, les había prometido el emperador.

Quizá se alegrasen de algo más grande y que no sabían expresar: por Moscú pasa el camino de Oriente en que el Señor había puesto en otro tiempo el Paraíso de Adán, el Hombre, les llevaba hacia un nuevo paraíso: hacia el reino de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad. Del Tabor a Gibraltar, de las Pirámides a Moscú; tal es la cruz napoleónica, el signo apocalíptico trazado sobre la tierra.

“La causa del siglo estaba ganada; la Revolución, acabada –dirá Napoleón al evocar en Santa Elena sus sueños de entonces-. Yo pasaba a ser arca de la antigua y nueva Alianza, mediador natural entre el antiguo y nuevo orden de cosas”. “¡Mi ambición! ¡Ah!, sin duda encontrará ambición en mí el historiador, y mucha, pero de la más grande y más elevada que acaso haya existido nunca; la de asentar, la de consagrar por fin el imperio de la razón y el pleno ejercicio, el goce íntegro de todas las facultades humanas”. “Entonces, ¡qué perspectiva de fuerza, de grandeza, de goce, de prosperidad!”. ¿No es esto tanto como decir: “Al paraíso por Moscú”?

“¡Era tiempo!”, exclama al contemplar, desde lo alto del Monte de la Salvación, Moscú que se extiende a sus pies, y como si despertara de un sueño espantoso.

Espera la llegada de una diputación para dar comienzo inmediatamente a las negociaciones de paz, cuando de pronto se entera de que Moscú está desierto. Se niega a creerlo y sigue esperando. Hasta que es casi de noche no entra en Moscú, como si volviera a sumergirse en un sueño espantoso: el vacío de una ciudad populosa, bruscamente abandonada, de las calles muertas, de las casas mudas, es más horrible que el más horrible de los desiertos. El vacío, el silencio infinito, el misterio infinito, Rusia: el Destino.

Aquella misma noche se entera de que Moscú se quema. Cinco días estará ardiendo. Los franceses tratan de cortar el incendio, pero en vano: la ciudad arde por todas partes a la vez: los ladrones y criminales a quienes han puesto adrede en libertad los rusos, pegan fuego a la ciudad. “Todo el mundo había visto con una facha atroz que erraban por entre las llamas, completando la espantosa imagen del infierno”.

DIMITRI MEREJKOVSKY. VIDA DE NAPOLEÓN. (1769-1821) DUODÉCIMA EDICIÓN. 1983. COLECCIÓN AUSTRAL. ESPASA CALPE MEXICANA, S. A.

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