La radio, la televisión, los periódicos de todo el mundo –algunos como el “Nueva York Times” y el “Times” de Londres, en primera plana, habían dicho en sus titulares que el descubrimiento de Ebla modificaría los libros de historia.
Y era verdad.
Siria, considerada hasta entonces una región culturalmente subdesarrollada, sede de asentamientos urbanos tardíos o de cualquier modo sometidos a Mesopotamia, se revelaba, de pronto, como un faro de civilización autónoma y original, potente y organizada, cuyo génesis se perdía en las oscuridades del cuarto milenio, anterior a Cristo.
La tenacidad de Matthiae había indicado al mundo una nueva historia, una nueva cultura, y sobre todo una nueva lengua, vinculada con las famosas tabletas de Ugarit y por lo tanto genéticamente vecina, más que al sumerio, a los desarrollos de los modernos alfabetos europeos; y esta realidad renovada provocaba un sutil estremecimiento en la espalda de los arqueólogos reunidos en la pequeña oficina-museo de Matthiae en Tel Mardij.
Y ese estremecimiento no lo producía sólo el hecho de percibir, después de cuatro milenios de olvido, la voz de los habitantes de Ebla, sino algo más. La posibilidad de que entre los 17000 textos de Ebla, los arqueólogos tuviesen finalmente entre las manos precisamente lo que podía proporcionar la clave para explicar la destrucción de la ciudad por parte de Naram-Sin, de Accad.
Matthieae y sus colaboradores ya se habían habituado a la voz de Ebla, como si a la misión hubiese llegado un nuevo miembro, muy dispuesto a colaborar con el éxito de las excavaciones.
En rigor, desde hacía más de un año los epigrafistas habían entrado en contacto con el cerebro de la ciudad. El código para la traducción de los textos ya no guardaba secretos, el acoplamiento estaba asegurado, y los arqueólogos se habían convertido un poco en periodistas curiosos frente a un testigo que sabe muchas cosas y que habla de buena gana.
Lo que surgía de las confesiones era un cuadro exaltante, único, de la vida, de las costumbres de la ciudad.
En el 2300 antes de Cristo, Ebla tendría unos 50.000 habitantes, era gobernada por un rey, una reina, un consejo de ancianos, que dirigían una corte de unos 11.500 funcionarios, encargados de la administración de la agricultura, la ganadería, las transacciones comerciales internas y externas.
Las tabletas hablaban de millares de partidas de muebles de madera, tejidos, objetos preciosos enviados a localidades lejanas, como Mari en el Éufrates, Assur en el Tigris, Biblos en el Líbano; de importaciones de mercancías de la Mesopotamia, del envío de embajadores a las ciudades sumerias, del cobro de tributos de los Estados vecinos, de la estipulación de tratados internacionales adornados de maldiciones que, en comparación con las injurias de los trabajadores de Mardij, contra Naram-Sin parecían finos cumplidos.
Del cuadro surgía una economía sólida, vivaz, una especie de multinacional de la lana y la madera, mercancías con las cuales Ebla condicionaba todo el mercado de Mesopotamia.
Tal vez, y precisamente por esto, Ebla aparecía menos condicionada por la religión de lo que ocurría en las otras ciudades-estado con base predominantemente agrícola. Por cierto que la ciudad tenía sus dioses, el principal de los cuales era Dagan, pero los lugares de culto, como resultaba de las excavaciones, no eran tantos.
En la Acrópolis, en lugar de construir un ziggurat, como tal vez habrían hecho los sumerios, los eblaitas habían preferido dejar espacio a los ministerios y a los vecindarios residenciales de los funcionarios del gobierno.
A la inversa de Mesopotamia, donde existía la figura del rey-sacerdote, en Ebla era un administrador quien pensaba en los negocios, y los sacerdotes, que regían el culto, se ocupaban de la salvación de las almas.
Por cierto que se puede pensar que estos últimos no aceptaron de buen grado esa especie de concordato de hace 4000 años, y la experiencia enseña a no excluir que tratasen de intervenir en las decisiones del Estado. Pero también resulta significativo que por primera vez en la historia una reina acompañase a un rey en el poder.
MARIO ZANOT. “EBLA, UN REINO OLVIDADO”. JAVIER VERGARA EDITOR, S.A. IMPRESO EN BUENOS AIRES, ARGENTINA. 1981.