Un delgado beduino cubierto de polvo a causa de varios días y noches de rápida marcha por el monótono e infinito arenal ubicado al sur de Siria, atraviesa el desierto montando un camello de carrera. El jinete solitario, cuyo nombre las crónicas posteriormente indicarán como Ichia Ibn Jalifa, viene de las tierras bajas de Arabia.
Para los pueblos civilizados de principios del Siglo VII que creían conocer todo acerca de las estrellas, la península de Arabia, rodeada por el Mar Rojo, el Océano Índico y el Golfo Pérsico, es más misterioso que el universo. Los geógrafos romanos y persas tienen sólo una vaga idea del interior del país, y de las tribus guerreras de los beduinos, nada más que raras sospechas.
Ichia tiene la garganta seca, la arena le cruje entre los dientes. Las cantimploras de agua se bambolean casi vacías contra el cuerpo del camello galopante. Los ojos del sarraceno, semiocultos atrás del turbante sobre su cabeza y su cara, están fijos sobre una franja verde en el horizonte ardiente. Las estribaciones de la fértil planicie de Nubra, que más tarde se convertirán en las murallas y torres de la capital militar romana y de la provincia, Bosra, centellean más allá de las lejanas dunas bajo el resplandor del sol. Si Heraclio, emperador de Bizancio, no ha abandonado aún este puesto exterior de su reino universal, Ichia Ibn Jalifa puede cumplir con el encargo del Profeta.
En este día de junio del año 628 en el palacio Trajans de Bosra, cuartel del emperador, está sentado el soberano del imperio del este romano frente a un semicírculo de hombres que lo observan con enemistad y admiración a la vez. Heraclio, un capadocio de ojos azules y tupida barba gris, de unos 55 años de edad, emperador desde hace casi veinte años, es de estatura mediana y constitución robusta. El pueblo cuenta historias fantásticas acerca de su fuerza muscular y su coraje. Dicen que en el hipódromo de Constantinopla ahorcó a un león sirviéndose sólo de sus manos; en la reciente guerra contra los persas, en un duelo dio muerte con su espada a cuatro generales enemigos. Debe reorganizarse la administración, ante todo deberán decretarse cobrarse nuevos impuestos. La iglesia del imperio del este romano pide se le restituyan los préstamos de guerra.
Al lado del emperador está sentada su señora, veintitrés años más joven que él, delgada, de cabello negro y grandes ojos oscuros. Ella lo había acompañado en toda su campaña militar; en este viaje también soporta todo género de incomodidad. Ella sabe que significa una carga de política interna para él. Percibe el deseo disimulado con el que le miran fijamente los señores de la iglesia. Martina es la sobrina del emperador, la hija de su hermana. Para los curas, su matrimonio es incestuoso, es pecado mortal.
Afuera, delante del palacio, se comienzan a oír las voces. Al emperador le es grata la interrupción. La conferencia se asemeja a un callejón sin salida. Los religiosos de la iglesia estatal se niegan a toda reconciliación con las sectas enemistadas, sin embargo consideran posible el ingreso de impuestos más elevados. Los empleados y los oficiales de la guarnición temen revueltas en caso de cargar al pueblo saqueado con nuevos gravámenes. Heraclio se para debajo de la ventana alta en forma de arcada.
Heraclio cierra los ojos a causa del resplandor del Sol. Por encima de la multitud observa un beduino. Insensible al regocijo popular, la cara cubierta por una costra de polvo a causa del largo viaje a través del desierto, saca a su camello del “Decumanus”, la calle principal oeste-este, por la curva de Nabataer hacia la plaza grande. Le cierran el camino dos soldados de la guardia imperial. El beduino pone la mano en su atuendo y le alcanza un rollo manuscrito al soldado de guardia:
El emperador atrae al gobernador a su lado.
¿Ves, al sarraceno? Tráeme la carta. Deben prender al hombre. Luego eleva la mano para saludar al pueblo.
El soberano del cristianismo, astrólogo e investigador de la piedra de la sabiduría, confía mucho en su sexto sentido. Cree que gracias a sus presentimientos está sentado en el trono desde hace más tiempo que casi todos sus antepasados. Cuando el ejército persa ya se encontraba frente a también confió en su sexto sentido y no atacó frontalmente a los sitiadores según la estrategia usual; condujo a su armada por caminos aparentemente falsos a lo largo del Mar Negro a través de Armenia, enfrentándose a la capital persa desde el norte.
¡La carta! –susurran a su lado. Heraclio toma el rollo sin mirar.
El obispo comenzó a hablarle a la multitud. Himnos de alabanza al emperador. Gratitud a Dios por haber llevado al cristianismo a la victoria. “Mi sexto sentido”, piensa Heraclio. “Sólo he cometido errores en los momentos en que no lo he seguido. Esta carta es el comienzo de algo que traerá cambios. ¿Pero qué? El cha de Persia, Chosrau II, fue asesinado por sus propios aristócratas. Los sucesores se desgarran en la lucha por la herencia. Y el ejército bizantino está demasiado agotado por la guerra como para rebelarse.
¡En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo! – terminó el obispo.
¡Amén! –braman cientos de voces en la plaza. Heraclio va hacia la baranda. Se oyen exclamaciones, la guardia imperial hace sonar los escudos.
¡Qué nos hable el emperador! –Heraclio aprovecha el momento para abrir el rollo. Su vista vuela por encima de las pocas líneas.
-¡En el nombre de Alá, del clemente, del misericordioso! ¡De Mahoma, el enviado de Dios, a Heráclito, el grande de los romanos ¡Saludos a aquél que va por el camino correcto. Te invito a reconocer al Islam. Hazte musulmán y gánate la paz. Tu recompensa será doble. Si en cambio rechazas este llamado, caerá sobre ti la culpa de todos aquéllos que se aferran al error. Oh pueblos que creéis en la Escritura, unámonos siguiendo la palabra: si nos dejaras adorar solamente al Dios único, no soportaremos otros ídolos a su lado... –Heraclio se contiene ante las palabras incomprensibles Alá, musulmán e Islam, luego le entrega nuevamente el rollo al gobernador.
Tonteras –dice– un loco del desierto.
¿No hay respuesta?
No hay respuesta. Deja marchar al beduino. –Heraclio alza ambas manos por encima de su cabeza de César y se extasía con el júbilo. Apenas una hora más tarde Ichia Ibn Jalifa está cabalgando nuevamente por el Decumanus hacia el portal oeste, en dirección al sur, a través de los campos verdes, hacia el desierto amarillo oscuro. No quiere permanecer ni un instante más en la ciudad de aquellos incrédulos vencidos por la ceguera. Pero el correo del Profeta sabe bien que esa ciudad con sus iglesias y sus termas, su anfiteatro y sus jardines floridos será alcanzada por la furia de Alá.
ROLF PALM. LOS ÁRABES – LA EPOPEYA DEL ISLAM. JAVIER VERGARA EDITOR. 1980.