Cisneros halló sobrado que reformar en su diócesis de ciento ochenta leguas a la redonda, sin contar Huéscar ni el adelantamiento de Cazorla: cuatro ciudades, ciento ochenta y tres villas y trescientos veintidós lugares o aldeas, con sus buenas iglesias y curatos.
Un prelado tolerante y cortesano como Mendoza, mucho más tiempo con los reyes que con sus ovejas, apenas reparaba en tales menudencias y pecadillos: cobraba las rentas, repartíalas con mano liberal, y, en su escepticismo, sólo pedía a los hombres una cosa: discreción, y corriese el agua por los cauces antiguos, que innovar –en mal o en bien– siempre es malo a la postre. Cisneros, de alma más ardiente, los quería perfectos; se angustiaba por el malgastar de la hacienda de Cristo, por los malos ejemplos, por las carnalidades, por los vicios... Resumen, que su vida era una perpetua agonía y berrinche, y como bríos le sobraban y no era hombre para estar cruzado de brazos ante el desgobierno, entró cortando y talando, decidido a meterlo todo en caja. Logró mucho: cosas que parecían inconmovibles fundiéronse bajo su mano; corruptelas veteranas, pecados que, de viejos, estaban ya olvidados, los arrancó de cuajo; moralizó el clero secular, sin abandono de la reforma monástica –asunto peliagudo, entrado ahora en la fase de las triquiñuelas y pelitreques legales– ni las fábricas religiosas de su mitra.
Realizó, además, por entonces, obras de gran aliento en la catedral. Amplió a dos naves la capilla mayor que resultaba angosta, e hizo labras para ella, en madera de alerce, que pasa por incorruptible, un hermoso y grande retablo de ka vuda de Cristo, colocando a ambos lados, en dos enterramientos de gusto gótico –bien cargado de oro y blasones– obra de Copín de Holanda, las efigies y urnas cinericias de los monarcas e infantes que yacían en la capilla de la Santa Cruz o de los Reyes Viejos, unida a la mayor tras la reforma.
Como se ve, desplegaba igual celo en los templos vivos –los sacerdotes– y en los templos muertos –las fábricas-; pero los unos no eran tan dóciles como los otros.
Lo primero con quien tropezó fue el Cabildo primado, gente rica y de alcurnia, amigos del fausto y de no dar cuentas a nadie de sus pasos; conciencias de teólogo, que entraban por todas como la romana del diablo.
De cómo andaba la clerecía entonces, basta saber que en el Concilio de Aranda –en tiempos del Arzobispo Carrillo– se dispuso, entre otras cosas peregrinas, que los sacerdotes dijesen misa, cuando menos cuatro veces al año. Se echaban la casulla encima como si fuera una marlota para ir a jugar cañas, celebraban en un periquete, y ancha es Castilla, y todo el monte orégano. Esto no se inventa aquí, se dijo en púlpitos, y en tiempo mucho más rígidos que los de Cisneros. Y el Cabildo toledano se llevaba la palma. De su soberbia y arrestos dará idea el que se opuso a la misma Reina cuando quiso erigir –cumpliendo la voluntad del muerto– el sepulcro del Cardenal Mendoza en el presbiterio del altar mayor. (Claro es que no les valió a los prebendados, pues Isabel, harta de dar razones, mandó derribar una noche el muro que impedía la obra, y nadie se atrevió a abrir el pico).
Al saberse la elección del nuevo Arzobispo, el Cabildo, muy ceremoniático, comisionó a dos canónigos, Francisco Alvar y Juan de Quintanapalla, para felicitarle. Cisneros, agradeciendo la fineza, aprovechó la coyuntura para endilgarles una plática sobre sus intenciones de reforma eclesiástica: convenía que se sometiesen a más estrecha disciplina, practicando la antigua “vita communi”, según la regla de San Agustín, sobre todos los semaneros, y él, a su costa, les fabricaría sendas celdas junto al templo. Y puso manos a la obra; en el claustro alto, que da al patio interior, empezó a construir habitaciones a porrillo. Los cabildantes, con el discurso y la obra, se escamaron: de ésta les enchiqueraban. ¡Adiós el vestir lo precioso, comer lo sabroso, gozar lo deleitoso y poseer lo honroso! ¡Adiós los entonamientos y vanidades y las dormidas con buena moza! Reuniéronse en conventículo a tomar providencias, pues la cosa urgía, y ya no pensaban que el río se llevaba el ojo del puente. ¡Y no eran nadie! Un pueblo entero: catorce dignidades, cuarenta canónigos, cincuenta racioneros, cincuenta capellanes y veinte canónigos extravagantes. Había que precaverse del prelado que entraba en paz, como el caballo de Troya, y dentro traía solapadamente la muerte.
Decidieron irse en alzada nada menos que al Padre Sant, y don Alonso de Albornoz, hombre audaz y solerte, partió para Roma secretamente. Tal, por lo menos se figuraron; pero bien comidos y calentones, quién más, quién menos, subióse a quebrar púlpitos, y no debió brillar en el cónclave de la prudencia, que es, según San Bernardo, abadesa de las virtudes. El caso es que Cisneros, lo supo y acudió prestamente con el remedio: una orden de los Monarcas para detener al viajero. No fue posible; había salido ya del puerto de Valencia. Tras él partió a vela y remo una galer real; le ganó el barlovento, llegando a tiempo para prevenir al embajador Garci-Lasso de la Vega. Y cuando Albornoz desembarcó en Ostia, topóse con su excelencia, que le convidó a cenar. Terminado el ágape, le dijo, con mucha cortesanía, tenía orden de volverle a España por las buenas o por las malas. Ante tal manera de razonar, que en griego se llama dilema y en latín “argumentum cornutum”, por lo mucho que aprieta al adversario, el canónigo bajo la cresta: Garci-Lasso era hombre para todo; urdía tramoyas diplomáticas y asaltaba castillos con mejor ventura que su hijo el poeta.
Vínose, pues, para Toledo, bien acompañado, y le costó la escapatoria, amén de una filípica cisneriana, dieciocho meses entre prisiones y destierros.
El Cabildo cogió miedo, comprendiendo que con el nuevo Arzobispo no valía burlar, pues tenía pesadas burlas; pero Fray Francisco pensó para sus adentros no era bueno extremar rigores, y no llevó adelante lo de la vida en comunidad –Fray Hernando de Talavera la había impuesto a los cien canónigos y racioneros de Granada-, pues el que manda ha de saber, como buen piloto, trocar las velas con los tiempos. La obra de claustro –unida a las casas de los arzobispales por una cavalcavía– sirvió para alojar a los Reyes cuando éstos iban a Toledo.
LUYS SANTA MARÍA. “CISNEROS”. COLECCIÓN AUSTRAL. ESPASA CALPE ARGENTINA, S. A. BUENOS AIRES-MÉXICO. 1940.