Hasta ahora la loba había defendido su territorio, su cubil, sus cachorros, su abrevadero. Pero ahora había olido sangre.
Vinieron años terribles .
Podría decirse: Roma husmeaba enemigos y peligros por todas partes. Pero no es verdad; Roma husmeaba por todas partes oro y poder. Los hombres eran irreconocibles; todos aspiraban a lo mismo. Los de abajo sólo pensaban en el dinero, y los de arriba en las riquezas, en enormes riquezas. Los patricios, en vista de las circunstancias, tiraron por la borda su prestancia, su prestigio, su nobleza de caballeros, y se lanzaron de cabeza al remolino. Las capas sociales de la población se simplificaron al modo americano: o se era “in” o se pertenecía a la masa. Los patricios, por ejemplo, aún estaban “in”, pero no era fácil seguir estándolo; tenían que andar muy espabilados. Y se espabilaron. La sinceridad, la honradez, la vergüenza, la disciplina, la cultura, la abnegación, ahora y antes sólo relativamente, ya no eran condiciones para pertenecer a una clase determinada. Los hombres que las poseían eran fenómenos aislados que procedían como Catón, de los pequeños terratenientes, o como Sila, de la nobleza empobrecida, o como Horacio y Terencio, de la esclavitud. Tampoco era posible clasificarlos; uno era “conservador”, el otro “progresista”. Eran fenómenos aislados cuyo único punto de contacto residís en su común desesperación por el nuevo estado de cosas.
Los campesinos que, que después de la prolongada guerra habían encontrado sus campos arrasados o estériles, se resistían a volver a una ocupación tan insulsa como la agricultura. El bullicio y el ruido de la ciudad les aturdían. En el trabajo solitario del campo se sentían olvidados. Los hijos no querían perderse nada; abandonaban el ambiente y se iban a la ciudad. Roma se había acostumbrado a dejarse alimentar por los pueblos extranjeros. Lo que antes se hizo por las imposiciones de la guerra, siguió haciéndose ahora; los barcos acarreaban todo lo que se necesitara. En las manufacturas, en las minas, en los hornos, los esclavos se contaban por docenas, por cientos de miles; había esclavos en los remos, en todas las casas, en todos los talleres. Los que antes ocuparan estos puestos eran romanos, y ahora resultaban demasiado valiosos. Pero también ellos necesitaban dinero. La nueva fuente de ingresos era el ejército. Éste ya no se dedicaba a hacer la instrucción frente a las puertas de la ciudad; o en cuarteles tan alejados como Fiésole o Piacenza; era un ejército de bandidos, en constante “tournée”. El desprecio es muy agradable como excusa y después de la guerra púnica el desprecio por todas las culturas extranjeras era general y obligatorio para todos los ciudadanos; los romanos cultos lo sentían, y las masas por ignorancia y despecho. El mundo intelectual griego nunca había sido admirado; ahora inspiraba odio. Quien leía a Platón no era solamente frívolo; era un canalla. Muchas fuentes lo atestiguan.
No se reparó en medios para demostrar a esos pueblos extranjeros, ya fueran griegos o cualquier otra cosa, quienes eran los romanos y qué representaba Roma.
En el año 189, los romanos conquistaron el reino sirio de Asia Menor; en 168 conquistaron Macedonia; en 167, Epiro; en 146, Grecia; en 121, el sur de las Galias. El paso de las legiones quedaba marcado por un infierno de ruinas humeantes y ríos de sangre. Todo era saqueado; robaban hasta el último céntimo y la última cuchara de plata. En Epiro, donde volvió a sonar el nombre de Pirro, destruyeron setenta ciudades y se llevaron como esclavos a ciento cincuenta mil habitantes. Corintio “la niña de los ojos” de Hélade, su ciudad más hermosa y floreciente, fue completamente arrasada, y sus pobladores vendidos como esclavos. Delos, la isla sagrada dedicada a Apolo, fue reducida a ruinas y degradada a mercado central de esclavos de Roma.
Todos maldijeron el día en que se negaron a ayudar a Aníbal. ¿Qué hubiera sido éste? ¿Un conquistador desenfrenado? No, un ángel. ¡Un ángel!
Sólo nos queda hablar del destino de Cartago. No es difícil adivinarlo, ¿verdad?
Una insignificante transgresión del tratado firmado cincuenta años atrás proporcionó a los romanos la excusa de una “intervención, la excusa para la llamada tercera guerra púnica. Los cartagineses se habían defendido de un ataque de los númidas (quizá provocado por los romanos) sin pedir permiso a Roma. El comandante de las legiones estacionadas en África atacó inmediatamente, exigiendo la entrega de todas las armas y todos los barcos. Atemorizados los cartagineses, obedecieron. También tuvieron que entregar más rehenes. Pero el Senado no se contentó con esto. Querían borrar del mapa la ciudad , y ordenó a los púnicos que la evacuaran y se fueran a vivir al desierto. Ésta fue la señal de la última y heroica agonía de Cartago. Empezó prepararse para una guerra a muerte: las mujeres y los niños empuñaron los martillos y fabricaron espadas, lanzas, flechas y arcos. Fundieron las estatuas para hacer puntas de flechas. Arrancaron las rejas para convertirlas en picas, excavaron las plazas para construir cisternas; transformaron los templos en fundiciones de armas; en los lugares sagrados almacenaron pertrechos de guerra, piedras, brea y azufre. En todas las casas se amontonaron febrilmente toda clase de víveres.
Llegaron enseguida los romanos. La flota bloqueó el litoral y el ejército cortó las comunicaciones con el interior; fue así de sencillo.
Cartago resistió durante dos años, hasta 146. El hambre diezmó a los ancianos y las epidemias a los jóvenes. Cuando ya no pudieron enterrar a los muertos, vivieron entre cadáveres. No había esperanza ni ayuda; nadie se atrevió a intervenir; el miedo a la loba carnicera era demasiado grande.
Entonces llegó el fin. Los romanos se lanzaron al asalto e irrumpieron en la ciudad. Cada casa era una fortaleza; cada calle tuvo que ser conquistada, y cada cartaginés muerto en combate. Las mujeres y niños que quedaron fueron vendidos como esclavos. La ciudad fue reducida a cenizas. El Senado hizo pasar el arado sobre ella, en un acto solemne y simbólico. El pueblo preparó al general vencedor (un patricio) un arco triunfal.
En este punto, el mundo de la Antigüedad contuvo realmente la respiración. Ante esta llamada tercera guerra púnica, la Antigüedad reaccionó como en presencia de un enigma y así lo corrobora la actual investigación histórica. Nadie comprende este bestial arranque de cólera y este odio exacerbado.
JOACHIM FERNAU. “AVE CÉSAR” BRUGUERA. LIBRO AMIGO. 1ª. EDICIÓN BARCELONA, ESPAÑA. MAYO 1975.