El Emperador dormía en un lecho color de clara avellana, muy amplio, era tan menudo y frágil que apenas se percibía hundido entre los colchones. Al envejecer se hizo aún más pequeño; pesaba sólo cincuenta kilos. Comía cada vez menos y nunca tomaba alcohol.
Las rodillas se le estaban poniendo tiesas y cuando estaba solo arrastraba los pies y se tambaleaba de un lado para otro, como si caminara en zancos; pero, si alguien lo miraba, con el mayor esfuerzo fingía una cierta elasticidad, de modo que su imperial silueta se mantuviera en una posición lo más irreprochable posible.
Cada paso suyo era una lucha entre el arrastrarse y mantenerse digno, entre el tambalearse y el conservar la posición vertical. El distinguido señor jamás olvidaba los efectos.
El distinguido señor jamás olvidaba los efectos de la vejez, que no quería hacer públicos por no debilitar el prestigio y la dignidad del rey de reyes. Nosotros, los sirvientes del dormitorio que podíamos observarlo, sabíamos cuánto le costaban estos esfuerzos. Tenía la costumbre de dormir poco y de levantarse muy temprano, cuando reinaba aún la oscuridad.
En general consideraba el sueño como una finalidad que innecesariamente le robaba un tiempo que hubiera preferido destinar a gobernar y a representar.
El sueño era una incursión particular, íntima, en una vida que hubiera debido transcurrir entre los decorados y las luces. Por eso se despertaba con descontento de haber dormido, impaciente por el mismo hecho de dormir, y sólo las actividades posteriores del día le devolvían el equilibrio interno.
Añadiré, sin embargo, que el Emperador jamás demostraba el menor nerviosismo, ira, arrojo o frustración. Tal parecía que jamás había conocido tales estados de ánimo, que tenía nervios fríos e inánimes como el acero, o bien que no los tenía en absoluto.
Ése fue un rasgo innato que nuestro señor supo desarrollar y perfeccionar; siguiendo el principio de que en política, los nervios son un síntoma de debilidad que constituye un incentivo para los enemigos y un estímulo para que los súbditos bromeen en secreto. Y el señor sabía que la broma es una forma peligrosa de oposición y por eso mantenía su mente en forma irreprochable. Se levantaba a las cuatro o a las cinco, incluso a las tres de la madrugada.
Posteriormente, cuando la situación en el país se hizo cada vez peor y el Emperador viajaba con mayor frecuencia, el palacio se ocupaba por entero de los preparativos de futuros viajes. Al despertar hacía sonar el timbre de la mesita de noche: éste era el sonido que esperaba todo vigilante de servicio.
En el palacio se encendías las luces. Para el imperio era la señal de que el distinguidísimo señor había comenzado un nuevo día. El emperador iniciaba el día con las delaciones. La noche es el tiempo más propicio para los complots, y Haile Selassie que lo que ocurre de noche es más importante que lo que ocurre de día; durante el día podía mantener a todos bajo su vista; pero por la noche esto se volvía imposible.
Por tal razón prestaba una atención extraordinaria a las delaciones de la mañana. Aquí desearía explicar una cosa: el excelentísimo señor no tenía la costumbre de leer. Para él no existía la palabra escrita e impresa, todo había que referírselo oralmente.
Nuestro señor no había concluido ningún estudio y su único maestro -únicamente en la niñez- había sido el jesuita francés, Monseñor Jerome, más tarde obispo de Harar, y amigo del poeta Arthur Rimbaud. Este clérigo no llegó a inculcar al Emperador la costumbre de leer, cosa que era tanto peor por cuanto Haile Selassie, ya desde temprana edad, ocupaba importantes cargos de dirección y no tenía tiempo para las lecturas sistemáticas.
Pero me parece que no se trataba solamente de la falta de tiempo o de costumbre. La costumbre de la información oral tenía la ventaja de que, en la medida de lo necesario, el Emperador podía declarar que el funcionario tal o cual le había relatado algo totalmente distinto de lo que le había dicho en realidad, y éste no podía defenderse por no existir ninguna prueba por escrito.
De tal modo que el Emperador no admitía de sus súbditos lo que ellos le decían, sino lo que a su entender debía haber sido expresado. El distinguido señor tenía sus propios conceptos, y a ellos justamente adaptaba todas las noticias que le llegaban del mundo circundante. Algo similar ocurría con la escritura, porque nuestro monarca no sólo no disfrutaba del conocimiento de la lectura, sino que tampoco escribía ni firmaba personalmente nada. Aunque reinó durante medio siglo, ni siquiera los más allegados sabían cómo era su firma.
En las horas de oficina, se encontraba siempre al lado del Emperador el ministro de la Pluma, quien anotaba todas sus órdenes y disposiciones. Aquí explicaré que durante las audiencias de trabajo el distinguido señor hablaba muy bajo, apenas moviendo los labios. El ministro de la Pluma que se encontraba a medio paso del trono, debía acercar su oído a la boca imperial para oír y anotar la decisión del Emperador.
Además las palabras del Emperador, en general, eran poco inteligibles y tenían doble sentido, en particular cuando no quería adoptar una actitud clara y la situación exigía que expresara su punto de vista. Se podía admirar la destreza del monarca. Preguntado por el dignatario por la decisión imperial, no contestaba directamente, sino que se ponía a hablar con una voz tan bajita que sólo llegaba al oído del ministro de la Pluma, situado cerquita como un micrófono.
Éste anotaba los escasos y enredados murmullos del monarca. El resto consistía sólo en la interpretación, y ésa dependía del ministro que le daba forma escrita y la transmitía más bajo aún. El que dirigía el Ministerio de la Pluma era la persona de mayor confianza del Emperador y tenía un poder extraordinario. Del misterioso enigma de las palabras imperiales podía componer las decisiones a su voluntad.
Si la decisión del Emperador maravillaba a todos por su acierto y sabiduría, no era sino una prueba más de la infabilidad del escogido de Dios. Pero si del aire, de los rincones, le comenzaba a llegar al monarca el murmullo del descontento, el distinguido señor podía achacarlo todo a la estupidez del ministro.
Este último se convertía en el personaje más odiado de la corte, porque la opinión pública, convencida de la sabiduría y la bondad del estimado señor, hacía al ministro culpable de las malintencionadas y absurdas decisiones que eran tan numerosas.