Cuando en 1095 se convocó a la cristiandad para que tomase la cruz y salvase el Santo Sepulcro en la primera cruzada, Enguerrand I y su hijo Thomas se unieron a ella, llevaron su disensión a Jerusalén y regresaron de Oriente sin que su odio se hubiese apagado.
El escudo de armas de los coucys se debió a una hazaña cuyo protagonista no se sabe si fue Enguerrand o Thomas. Uno u otro y cinco compañeros fueron sorprendidos por una partida de musulmanes cuando iban sin armaduras; desgarró entonces su capa escarlata, adornada con piel de ardilla blanca y azul, en seis pedazos, que se convirtieron en otras tantas banderolas. Así equipados, dieron sobre los infieles, según cuenta el relato, y los aniquilaron. En conmemoración de la proeza, se adoptó un escudo con seis bandas puntiagudas horizontales, rojas sobre blanco o, en términos heráldicos, “barrados de seis, vero y gules”.
Thomas heredó de su madre los territorios de Marle y La Fére, y los agregó al dominio de Coucy, que pasó a sus manos en 1116. Se entregó indómito a una carrera de hostilidad y bandidaje, orientada, en combinaciones variables, contra la iglesia, las ciudades, el rey, con “la ayuda del demonio”, según el abad Suger.
Arrebató solares a los conventos, torturó prisioneros (cuentan los informes que colgaban a los hombres de los testículos hasta que los arrancaba el peso del cuerpo), degolló personalmente a treinta burgueses rebeldes, transformó sus castillos en “nidos de dragones y cueva de bandoleros” y fue excomulgado por la iglesia que le desciñó –in absentia– el cinturón de caballero y ordenó que se leyese el anatema contra él cada domingo en todos los templos parroquiales de Picardía.
El rey Luis VI congregó tropas contra Thomas y logró rescatar las tierras y los castillos arrebatados. Al fin de su vida comprobó que Thomas no era inmune a la esperanza de salvación ni al miedo al infierno, que proporcionaron a la iglesia tan ricos legados en el decurso de los siglos.
Dejó una generosa manda a la abadía de Nogent, fundó otra en Prémontré y falleció en la cama en 1130. Se había casado tres veces. Para el abad Guibert fue “el hombre más perverso de su generación”.
Lo que formó a un hombre como Thomas de Marle no se basó necesariamente en genes agresivos o en odio contra su padre, que se dan en todas las épocas, sino en el hábito de la violencia, que prosperó por falta de una institución que se opusiera a ella con efectividad.
Mientras el poder político se centralizaba, en los siglos XII y XIII, las energías y los talentos de Europa se acumularon en uno de los grandes estallidos del desarrollo de la civilización. Bajo el estímulo de comercio, recibieron impulso el arte, tecnología, edificación, saber, exploración terrestre y marítima, universidades, ciudades, banca y crédito, y, en fin, todas las esferas que enriquecen la vida y amplían sus horizontes.
Aquellos doscientos años fueron la Alta Edad Media, período que introdujo la brújula y el reloj mecánico, el torno de hilar y el pedal del telar, los molinos de viento y de agua; período en que Marco Polo fue a China y Tomás de Aquino se entregó a organizar el conocimiento, y en que se fundaron universidades en París, Bolonia, Padua, Nápoles, Oxford, Cambridge, Salamanca, Valladolid, Montpellier y Toulouse, en que Giotto pintó el sentimiento humano, Roger Bacon sondeó la ciencia experimental y Dante trazó su gran diseño del destino humano y escribió en lengua vulgar; período en que la religión se expresó en la suave predicación de San Francisco y en la crueldad de la inquisición, y en que la cruzada contra los albigenses empapó de sangre y muerte, en nombre de la fe, el sur de Francia, mientras que se remontaban las catedrales arco sobre arco, triunfos de la capacidad de creación, la técnica y la fe.
No las construyeron esclavos. Aunque los siervos existían, la costumbre y la tradición legal había fijado los derechos y las obligaciones de las gentes de su condición, y las obras medievales, a diferencia de las clásicas, se hacían con el esfuerzo de toda la sociedad.
Después de la muerte de Thomas, hubo en Coucy un período de sesenta años de señorío más respetable durante la vida de su hijo y su nieto, Enguerrand II y Raoul I, que colaboraron con la corona con beneficio de su dominio. Ambos respondieron a las cruzadas del Siglo XII y perdieron la vida en Tierra Santa. Tal vez por culpa de las dificultades económicas nacidas de tales expediciones, la viuda de Raoul vendió a Coucy –le– Chateau, a cambio de ciento cincuenta libras, la cédula de libertad que la convirtió en villa franca en 1197.
BÁRBARA W. TUCHMAN. UN ESPEJO LEJANO. EDITORIAL ARGOS VERGARA. S. A. Traducción Juan Antonio Larraya. Segunda Edición. 1980.
Impreso en Barcelona, España.