Comienza una nueva etapa en la vida de Fernando. Ha dejado de ser heredero de la corona de Aragón y pretendiente de la de Castilla. Ahora es rey de los dos Estados o, por mejor decir, rey de España. Los infinitos obstáculos que han jalonado su camino, le han enseñado a hacer uso, alternativamente de las armas y de la política. Ha aprendido, por propia experiencia, a luchar, a negociar y a gobernar.
En Isabel ha encontrado una compañera ideal. Jamás pudo sospechar Fernando que aquella retraída infanta castellana encerrase una gobernante de dotes tan excepcionales y que, al mismo tiempo, tenía el doble mérito de que los cuidados del gobierno no le hiciesen olvidar su hogar, ni le impidiesen mostrarse siempre apasionadamente enamorada de su esposo.
Es un poco –bastante- dominante, pero todo el mundo tiene sus defectos. Constituyen un matrimonio que puede calificarse de perfecto y feliz. Juntos han luchado, juntos han sufrido y juntos han triunfado. Y el fruto de tanto trabajo no ha podido ser más espléndido: la unidad de España.
Parece que para esta joven pareja ha llegado el momento de descansar. Ya han contraído méritos suficientes para que sus nombres se graben junto a los de los monarcas que dieron días de gloria a la Patria. Ellos, Isabel y Fernando figurarán en la Historia como los reyes que realizaron la unidad española. Aunque ya no hagan nada más, esto ha de bastar para glorificar su memoria. Es justo, por lo tanto que saboreen tranquila sosegadamente su trabajada victoria.
Pero ni por un momento se les ha pasado por la mente a ninguno de los dos entregarse a un descanso tan bien ganado. Fernando siente unos irresistibles deseos de actuar, de trabajar, de construir. Lo realizado hasta ahora es tan sólo la etapa preliminar. En su mente comienzan a elaborarse grandes proyectos derivados muchos de ellos, de la nueva situación creada con la unión de Castilla y Aragón.
Porque, realmente, ¿puede titularse, en justicia, rey de España? Para Fernando España es la Península Ibérica, tal como lo fue siempre hasta la invasión sarracena. Y él es solamente rey de Castilla y Aragón. Rey de la mayor parte de España, es cierto, pero no de toda. A lo largo de siete siglos de incesante lucha se ha ido elaborando un proceso de unificación, cuyo máximo exponente es la unión realizada ahora. Pero para Fernando este proceso no ha terminado, pues quedan aún tres reinos que no forman parte de la unión peninsular, es decir, de la verdaderamente española: Granada, Navarra y Portugal. También se hallan separados el Rosellon y la Cerdeña que continúan en poder de Francia. Y no se ha de olvidar a Nápoles, separada de la corona aragonesa en beneficio de una rama bastarda. ¿Quién piensa en descansar? Todavía queda mucho por hacer.
Isabel, por su parte, no ve el momento de dar comienzo a un trabajo ímprobo y difícil, pero urgentísimo: la reforma interior de Castilla. Y una vez firmada la paz con Portugal, no quiere retrasarlo ni un momento más. Nada de descanso. Se convocan Cortes en Toledo y allí se trabaja de firme. Aquellas Cortes forman época en la Historia Legislativa de España.
Se atacaron a fondo todos los males que afligían a Castilla. Se cimentaron las bases del sistema judicial por el que se rigió España durante tres siglos; se puso fin al desbarajuste económico fijando el valor de la moneda, cuya adulteración en los últimos reinados había dado paso a tan graves abusos que llegaron a contarse como ciento cincuenta casas de acuñación de moneda, quedando ahora reducidas a las cinco fábricas reales; se dictaron disposiciones para dar impulso a la industria y al comercio; se proveyó la construcción de puentes y caminos; se abolieron para facilitar el comercio, los aranceles entre Castilla y Aragón. En fin, se hizo una obra tan completa que los cronistas se deshacen en elogios al hablar de aquellas Cortes y Galíndez de Carvajal las califica de “cosa divina para reformación y remedio de los desórdenes pasados”.
Otro problema -en cierto modo el más difícil- que aquellas Cortes resolvieron fue el relativo a la enajenación de los bienes de la Corona. Las prodigalidades de los dos últimos monarcas castellanos, Juan II y Enrique IV habían dejado el trono tan empobrecido que las rentas reales no sobrepasaban los treinta mil ducados al año, renta inferior a la de muchos magnates castellanos.
El estamento popular comprendió que con una hacienda tan escuálida, el sostenimiento del Estado tendría que pesar sobre el pueblo en forma de gravosos impuestos y contribuciones y en consecuencia los procuradores de las ciudades propusieron la revocación de las enajenaciones hechas por la Corona. Los reyes no deseaban otra cosa y apoyados en el brazo popular llamaron, por convocatoria especial, al alto clero y a la nobleza para ver la forma de restituir a la Corona los bienes que le pertenecían.
Aunque parezca increíble, no hubo verdadera oposición por parte de aquella indómita y turbulenta nobleza, lo que demuestra el prestigio que habían alcanzado ya los jóvenes soberanos, cimentado en gran parte en el hecho de que todas sus disposiciones y actos de gobierno llevaban el sello de la más estricta justicia. El vidrioso asunto de la restitución de bienes se llevó a cabo, igualmente, sin tener en cuenta para nada a amigos o enemigos.
Algunos de los nobles más afectados se encontraban entre los más ardientes partidarios de Isabel y que mayores servicios habían prestado en la guerra pasada. El duque de Alba perdió 375.000 maravedís. El supuesto padre de la Beltraneja, don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, partidario de Isabel desde el primer momento, tuvo que hacer cesión de 1.400.000 maravedís de renta anual. Ni siquiera se salvaron los parientes. El Almirante de Castilla, tío carnal de los reyes, perdió 240.000 maravedís. La labor de aquellas Cortes fue extraordinaria, dando impulso a todos los resortes necesarios para poner en marcha la grandeza y prosperidad de un pueblo.
FERNANDO EL CATÓLICO. POR J. MA. MORENO ECHEVERRÍA. PLAZA & JANES. PRIMERA EDICIÓN 1981. BARCELONA, ESPAÑA.