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Selección de Emilio Herrera

La tarde del sábado cuatro de marzo de 1961, una multitud expectante movía impaciente los pies sobre los adoquines de la calle, en un pueblecito del sudoeste de Francia. Las ventanas llenas de cabezas se erizaban de prismáticos. Poco después de las dos de la tarde, una banda de músicos con bandolera de púrpura lanzaba al aire las airosas notas de una marcha por los senderos de los viñedos circundantes.

Un batallón de gendarmes especialmente traídos para la ocasión, tomaba posiciones a lo largo de las aceras. Y lentamente, empezó a divisarse un cuento de hadas.

Lo encabezaba un maestro de ceremonias con báculo de marfil, traje negro y medias de seda, y dos diminutos pajes con pantalón corto. Detrás de ellos deslizábase, a lento paso ceremonial, la flota presidencial de automóviles cerrados, normalmente reservados por el alcalde de la vecina ciudad de Burdeos para el general De Gaulle. Un inmenso ramillete de orquídeas cubría el primer coche, desde el radiador hasta las luces de cola.

En su interior se sentaba una princesa que iba a contraer matrimonio.

Su vestido de blanco satén, firmado por ese augusto supervisor de los idilios contemporáneos, monsieur Balenciaga, se coronaba con una diadema de blanco armiño y estrellas de diamantes. Su mano sostenía una rama de flores de manzano llegada aquella misma mañana, por avión, procedente de Turquía. El novio, que se encontraba a su lado con sin igual prestancia, era un joven muy guapo, muy inteligente y muy pobre.

Los invitados que los seguían habían sido traídos de París por un contingente de coches pullman añadidos al Sud-Express. Y como los casamientos han de tener fotógrafo, esta ceremonia tenía a Cecil Beaton, que se encontraba de vacaciones de su trabajo normal en el Palacio de Buckingham como fotógrafo oficial de su Graciosa Majestad. Aquí desempeñaba sus funciones vestido con sombrero de copa, pantalones rayados y levita.

Sin embargo cualquier ocasión puede tener el brillo de cien mil dólares. Pero no es meramente el fausto lo que constituye el cuento de hadas, sino el renombre de la familia; la magia no proviene de la explicación del cuento, sino de su repetición.

El cuento de hadas volvía a repetirse en el pueblecito de Pauillac el cuatro de marzo de 1961. Era la boda de una Rotschild. El barón Philippe de Chateau Mouton Rotschild entregaba en matrimonio a su hija Philippine. Cada color que contribuía a la iridiscencia de la ocasión poseía su propia tradición transmitida por la nodriza, por el mayordomo, por la madre, por los archiveros con o sin librea.

Mientras la procesión desfilaba todavía por la calle, la entrada de Chateau Mouton se abría para dejar pasar un pastel de bodas de casi siete pies de altura. El azúcar hildado reproducía las cinco flechas de los Rotschild: el blasón de la familia, concebido ciento cuarenta años antes en medio de los “progroms” de Frankfurt y a pesar de la hostilidad del Colegio Heráldico de Austria. Y cuando los limosisnes del cortejo nupcial pararon ante las verjas del castillo, un regimiento de trabajadores de la hacienda ayudó a los gendarmes a formar el cortejo; todos llevaban brazales amarillos y azul: los famosos colores que habían identificado a los correros de Rotschild cuando cruzaban entre desastres y triunfos, desde Napoleón a la Primera Guerra Mundial.

Ningún nombre moderno disfruta de mayor preeminencia en la historia. Ninguna familia, que no sea de sangre real, ha mantenido tanto poder, durante tanto tiempo y de forma tan peculiar. Hoy en día los miembros del clan no pueden disfrazar un señorío que se ha convertido en exótic por no decir perfectamente exasperante, en nuestra época. Sería insuficiente calificar a la familia como de “todavía muy rica”. Las fortunas de los Rotschild en Francia y en Inglaterra son tan inefables como siempre.

Para el común de las gentes, “Rotschild” significa dinero proverbial y casi muerto. Pero para los muy ricos, para los que actualmente conocen el clan, o para aquéllos a quienes les gustaría conocerlo, la palabra “Rotschild” parece conjurar algo muy vivo, algo envidiable, fantástico, inalcanzablemente exagerado; algo así como una carroza dorada tirada por doce corceles blancos.

LOS ROTSCHILD. FREDERIC MORTON. BRUGUERA. LIBRO AMIGO. EDITORIAL BRUGUERA, S. A. BARCELONA, ESPAÑA. 1967.

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