Viene a ser hoy, en realidad, el pueblecito de Acapatzingo, un barrio de Cuernavaca. Hacia allá nos hemos dirigido, en esta luminosa mañana de noviembre, con el propósito de visitar la famosa residencia campestre de Maximiliano.
Seguimos una callecilla o caminejo, bordeado de huertas y alguna que otra pequeña casa de recreo, y todo él lleno de polvo y Sol. Estamos por el filo del mediodía. Suena el chillido estridente de las cigarras.
Detiénese el automóvil frente por frente de una iglesia: la vieja iglesia de Acapatzingo, humilde, incolora. Portada y campanario ? aquella cubierta de manchones de humedad? se disimulan entre el follaje de los árboles. Ya se sabe que aquí los muros y la selva conviven. Sombrean el atrio añosos ciruelos y mangos, amén de tupida ceiba sobre cuyos troncos retorcidos y rampantes, a horcajadas y desperezándose, veo que ahora charlan algunos labriegos de tez cobriza y empalidecida por el calor.
Nos hemos apeado... y no hay para qué preguntar. De cara a la iglesia está lo que buscamos. Un muro de citarilla aderezada con ladrillos que fueron rojos y hoy son cenizosos. Al centro, un portón con tejadillo de dos aguas. Sobre el portón, en toscas letras mal trazadas, se lee: ?Quinta Maximiliano?.
Entremos.
¿Es esto una casa? ¿Es una ruina? Lo que fue patio o jardín y que cubría florecida pérgola, es hoy un rincón herboso. Al centro, los restos de una fuente. Estrechos corredores a los lados, de los que no quedan más que los soportes o columnas del tejado, por una trepa la yedra, y hay otra con un penacho de zacate seco.
Los corredores -sobre entresolado pasillo- son estrechos. Cubre el musgo las paredes verdinegras sobre las cuales lluvia y Sol han impreso sus vagarosas huellas. Totalmente en ruinas el ala izquierda, abiertas como bocas desdentadas, vemos las puertas; luce una de ellas un marco de trepadora hierba que tiene visos dorados al acariciarla al Sol.
Han desaparecido de las habitaciones techos y pisos. Aquí y allá, sobre los resquebrajados y negruzcos muros, colorean, difuminados, restos de pintura de la época. Abajo del nivel de los agujeros de los polines, crece, enmarañada, misteriosa, la hierba.
La hierba que, prisionera en el fondo de aquellos cubos vacíos, ansiaría evadirse, al modo del chayotillo y de la yedra, los cuales más ágiles y libérrimos, se expanden por las paredes hacia el cuadro del cielo azul, fragmento del maravilloso dombo que es lo único que hoy cubre estas abandonadas estancias.
¿Cuándo, en qué año, se agitó aquí, siquiera fuese tímida y silenciosa, humana vida.
(El primer viaje de Maximiliano a Cuernavaca data de los primeros días de enero de 1866. Acompañábale la Emperatriz, quien como él, deseosos de escapar de las frías noches invernales de México y, lo que es más, de las de Chapultepec, pensaba crear allá una residencia imperial).
CARLOS GONZÁLEZ PEÑA. FLORES DE PASIÓN Y MELANCOLÍA. EDITORIAL ?STYLO?. MÉXICO, D.F. 1945. EDICIÓN AL CUIDADO DE ANTONIO CASO JR.