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Selección de Emilio Herrera

Justianiano es, después de Constantino, el único emperador romano oriental a quien las generaciones posteriores, no sólo dieron el sobrenombre de Grande, sino también envolvieron en luminoso limbro con su fecunda fantasía.

Puede compararse este fenómeno con el relampagueo que alumbra en el horizonte después de una gran tempestad. La poderosa obra de Justiniano tuvo algo borrascoso para el círculo del mundo en que él intervino; y se comprende que todavía en los Siglos XII y XIII las tribus sudeslavas lo reclamaran por suyo, y Dante lo trasladara a su Paraíso.

Sublime, pues, presentábvase su figura a la fantasía transfiguradora de los pueblos y de los poetas. Pero, ¿cómo se ofrece a la sobria investigación moderna, al entresacarla de los testimonios de fidedignos contemporáneos y al despojarla de todos los repintes y desfiguramientos posteriores? ¿Cómo era aquel hombre cuya fama ha perdurado tantos siglos? ¿En qué relación estaban sus cualidades personales con su posición de dominio sobre el mundo? ¿Cómo respondió a esta posición y como obró esta a su vez en él?

Por fortuna podemos formarnos una idea bastante clara de Justiniano, en su personalidad externa e interna. No solamente son los datos acerca de él ab undantes -fuentes históricas juridicodiplomáticas y literarias, griegas, latinas y orientales-, sino que, además, el mismo contribuyó diariamente a su caracterización, puesto que escribió mucho y, por añadidura, todas las palabras, oficialmente pronunciadas por él, quedaron consignadas.

A estas palabras nos atenemos especialmente, aún cuando era testimonios, como es natural, retocadas en las cancillerías. Porque aquí es donde podremos recoger la impresión con más pureza y directo contacto, y también con más confianza. Por otra parte, es siempre posible contrastar las indicaciones de Procopio, no siempre de confianza, como es sabido, con los otros hombres de autoridad.

Flavius Petrius Sabbatius Justinianus no procedía de sangre real, sino de gente labradora. Su cuna se meció en un miserable pueblecito de la Alta Macedonia, en Tauresium, cerca de la actual Heskub. Era, pues, de origen tracioilírico. Romano fue su idioma materno. También sus faccioines revelan -en cuanto puede juzgarse por las descripciones transmitidas y los mosaicos conservados- su procedencia romana: Rostro ovalado, nariz recta, barba firme, enérgica... Así estaba ya preformado externamente el que más tarde debía ser emperador, cuando en seguimiento de su tío, a quien un suceso casual había llevado al trono (con el nombre de Justino I), llegó a Constantinopla a los treinta y seis años.

Después de una educación sólida científica, fue investido con diversos cargos civiles y militares. Por último, su tío, que le había adoptado, compartió con él la soberanía. Con esto le fue allanado el camino para el trono, al que subió en el mismo año (527), teniendo cuarenta y cinco años de edad.

Es preciso conocer esta prehistoria para apreciar justamente su carácter y su conducta, y ver, a recta luz, tanto sus excelencias como sus debilidades.

En su porte externo manifestaba, aún siendo emperador, su origen plebeyo. Ni en sí mismo ni en los demás observaba la rígida etiqueta cortesana de Bizancio. En su manera de vivir gustaba de la sencillez; era sumamente parco en la comida y en la bebida; se permitía muy poco sueño y selevantaba temnprano. Llegó así a la edad de ochenta años.

K. DIETRICH. FIGURAS BIZANTINAS.

REVISTA DE OCCIDENTE. MADRID.

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