Ramsés II, el Grande, el poderoso, debió sentirse inundado del poder del dios Sol cuando se glorificó a sí mismo en los muros de los templos de Abu Simbel, en el tercer decenio de su gobierno; sin embargo, no fue amo y señor sobre el viento y la arena del desierto.
Sus palabras llenas de soberbia, sus artísticas estatuas y sus imponentes obras arquitectónicas, lejos de la capital, en el curso superior del Nilo, quedaron sepultadas bajo las arenas movedizas en el curso de las centurias y por espacio de tres milenios no se les pudo encontrar.
Cuando Johann Ludwig Burckhardt, hijo del director de una fábrica de cintas de seda de Basilea llegó a El Cairo el cuatro de septiembre de 1812, no vestía sino harapos y todo su capital sumaba un único tálero. Burckhardt vino de Siria a lomos de un camello. Había pasado dos años allí para aclimatarse y preparar su verdadera expedición: cruzar el Sahara de este a oeste, del Nilo al Niger.
La African Association, una honorable institución londinense dedicada a la exploración del Continente Negro, subvencionó esta empresa suicida, estimada en seis años de duración, a razón de veintiún chelines por día. Si lograba sobrevivir a la aventura, Burckhardt sería un hombre rico.
No obstante, en El Cairo la expedición del joven estudioso y explorador suizo amenazó fracasar antes de haber sido emprendida. No podía encontrar ninguna caravana dispuesta a partir en un futuro cercano hacia Timbuctú. Pero, por contrato, Burckhardt estaba condenado a realizar descubrimientos. En consecuencia, buscó en el mapa de África otras zonas blancas.
No le fue necesario buscar mucho tiempo: a mil kilómetros Nilo arriba, al sur de los grandes rápidos, se encontraba Nubia, alejada de toda civilización, de todos los itinerarios de las caravanas, una tierra legendaria y olvidada, rodeada de misterios, en cuyas arenas tal vez centelleaba el oro, de negras montañas brillantes, donde debía haber ocultas, gigantescas obras arquitectónicas, desde donde ya no podía quedar muy lejos el confín del mundo.
Desde la época de los romanos ningún europeo había hollado esta tierra, pero generaciones de exploradores, trotamundos y fabulistas, propagaron la nueva de que bajo las dunas de la remota Nubia se ocultaban templos recubiertos de oro, más grandes, magníficos y curiosos que todos los santuarios hallados hasta entonces a orillas del Nilo. En un lugar llamado Ebsambal habría un enorme templo esculpido en una montaña, pero la entrada al mismo estaba sepultada desde los tiempo de los faraones. ¿Esto era realidad o leyenda?
Ataviado de la cabeza a los pies a la usanza árabe y gracias a su perfecto dominio de este idioma, era difícil distinguir a Burckhardt con su negra barba, de un nativo. Además se hacía llamar jeque Ibrahim y como tal compró un esclavo y dos asnos con su primer salario de la African Association. Había decidido marchar a Nubia a descubrir la misteriosa Ebsambul.
En el mercado de Esna, Ibrahim cambió el asno y el esclavo por dos dromedarios y trató de conseguir un guía experto, pero no tuvo éxito: nadie quería ir a Nubia, pues para los nativos las tierras al sur de las cataratas del Nilo eran territorio de los muertos y de las ánimas. Por consiguiente, cabalgó solo a lo largo del Nilo rumbo a Assuán, y allí encontró un viejo que por un dólar español accedió a acompañarlo ciento cuarenta millas hasta Ed-Derr, pero ni un solo paso más.
Burckardt había reducido al mínimo su equipaje a fin de poder cargar el pesado armamento: fuera de su fusil, un sable y dos pistolas no cargaba sino una bolsa de víveres. Llegados a Ed-Derr pagó al viejo por sus servicios y alquiló un nuevo guía. Se llamaba Saad, era rubio y no temía a la muerte ni al diablo. Además supo tranquilizar a Ibrahim: el único salteador de caminos de la región había sido muerto hacía unas semanas.
Ibrahim oriundo de Basilea, y Saad de Derr , se pusieron en camino y marcharon por espacio de dos días, desde la mañana apenas asomaba el Sol, hasta el atardecer, cuando el astro rey se ocultaba tras las desnudas montañas. Fenecía el segundo día cuando llegaron a una aldea. Burckhardt mandó a su acompañante a que se adelantara para procurarse algo de comer, mientras él encendía un fuego.
Saad regresó provisto de una tortilla y un potaje indefinido, parecido a una sopa. Exhaustos se echaron sobre sus bolsas de viaje. A la mañana siguiente habrían de cruzar el Nilo, pues el escarpado camino pedregoso de esta margen del río les hubiera demandado mucho más esfuerzo y tiempo.
Dos habitantes de la aldea les prestaron su colaboración: uno condujo una diminuta barca en cuyo interior los dos viajeros habían depositado sus armas y ropas. Los dos dromedarios fueron llevados al río atados al bote con cuerdas, en tanto el suizo y su acompañante, desnudos como Dios los había echado al mundo, se asieron cada cual al rabo de uno de los rumiantes y patalearon por las aguas del Nilo.
Llegados a la otra orilla continuaron su marcha, día tras día, durante largas semanas, siempre rumbo al sur. Varias veces atravesaron el río a nado a fin de acortar el camino, pero cada vez se hacía más largo y arduo. Fatigados y presos de la duda de haber dejado atrás inadvertidamente los templos esculpidos en las rocas resolvieron continuar la marcha sólo un día más. Eso fue el 21 de marzo de 1813.
Por la tarde del 22 de marzo el jeque Ibrahim y Saad se encontraron en un acantilado que caía abruptamente hacia el Nilo, sobre el cual el viento del desierto barría arenas sin cesar. Ibrahim estuvo a punto de hundirse en la arena cuando intentó bajar al río, donde una vez más, sospechó que debía estar oculto el legendario templo de Ebsambel. Ningún europeo lo había visto aún y sólo se sabía de él por las inscripciones halladas en otros lugares y por lo que se decía. Tal vez ni siquiera existiera.
¡Sin embargo, existía! Cuando por fin lograron descender al Nilo, Burckhardt reconoció detrás de un saliente rocoso una estatua de diez metros de altura , tallada en la piedra. Al aproximarse, descubrieron otras cinco que representaban alternativamente a un hombre y una mujer.
Más tarde escribió en su informe de viaje: ?En la creencia de haber visto todas las antigüedades de Ebsambul, me disponía a ascender nuevamente por la escarpa?. Todo sucedió cuando empezó a escalar. ?Por fortuna, me había desviado algo hacia el sur, y entonces observé de repente, a una distancia de escasos doscientos pasos, las partes aún visibles de cuatro estatuas colosales. Se encontraban en una profunda concavidad de la roca tallada por la mano del hombre, pero lamentablemente sepultadas casi por entero en la arena que el viento mueve a raudales en derredor.
¡Ebsambul! -grito Ibrahim en medio de la solitaria extensión-, ¡Ebsambul! Dominado por la emoción paladeó el solemne y silencioso instante del descubrimiento. Fue el día más fructífero en su tierna vida que acabaría tan pronto y de manera tan profana: fue en El Cairo, por una intoxicación con pescado. Haber hallado Ebsambal o Abu Simbal como le llamamos hoy, fue su mayor logro de descubridor.
Por supuesto, no supo qué templo había descubierto. No podía imaginar que había topado con la obra arquitectónica más imponente y caprichosa del más grande de los faraones de la historia. Masas de arena habían cubierto el grandioso portón de diez metros de altura, por lo que no podía pensarse siquiera en penetrar al interior.
Burckhardt tampoco pudo leer las inscripciones (todavía no se había develado el secreto de los jeroglíficos). En consecuencia, ignoró lo que habría de poder descifrarse pocos años más tarde: ?Yo, Ramsés, cree a Egipto de nuevo? y la manifestación de su enemigo mortal: ?El temor que inspiras se propaga como el fuego en el país de los hititas? o en aquella aclamación de sus súbditos: ?No lo toquéis porque os abrazará el ardor de su fuego?.
¡Que hombre debió ser ése que hablaba de sí mismo con tanta soberbia, al que su enemigo mortal se refería con tanta humildad, al que su pueblo aclamaba con tanto arrebato: ¡Ramsés, el Grande!
RAMSÉS EL GRANDE. PHILIPP VANDENBERG. JAVIER VERGARA, EDITOR. ARGENTINA. DICIEMBRE 1989.