Al iniciar su gobierno, el tercer Amenofis encontró un Estado próspero, ordenado. El erario estaba a rebosar con las tributaciones aportadas por los vasallos del Sur y del Norte. Hacía un milenio largo que las inversiones públicas en Egipto no alcanzaban un nivel tan alto como bajo la autoridad de Amenofis III.
Para establecer términos comparativos era preciso remontarse a los faraones de las primeras dinastías con sus formidables piramidales. Pero mientras Sozer, Keops y Kefrén preferían las construcciones estrictamente religiosas, Amenofis destinó los fondos públicos sobre todo al boato.
En Malkata una ciudad sobre la orilla occidental del Nilo y próxima a Tebas, hizo edificar para él y la reina Teye un palacio que asombraría al mundo entero. Amenofis III llamado El Magnífico, comía en vajilla de oro, adoraba el vino, las mujeres y el canto, organizaba cacerías y festivales acuáticos. Su templo funerario en la margen occidental del Nilo figura entre los monumentos más impresionantes del Antiguo Egipto. La avenida de acceso está flanqueada por chacales de piedra, y ante él hacen guardia dos inmensas estatuas sedentes tan altas como una casa de seis plantas; cada una pesa 720 toneladas..., y se ha empleado una sola pieza para tallarla. Antaño se destruyó el gigantesco templo, hogaño el trébol crece entre sus cimientos, pero ni los iconoclastas ni las saxifragas han conseguido hacer perder el equilibrio a ninguno de esos colosos.
Las dos monumentales figuras han pasado a la historia del arte como Los Colosos de Memnón, pues en los tiempos tolomaicos se había olvidado ya el nombre de su constructor. Más tarde los egipcios helenizados vieron en esas figuras al héroe etíope Memnón, quien fuera muerto por Aquiles durante la guerra troyana. Ahí él saluda a Eos, diosa de la aurora.
El Coloso Septentrional figuró en la antigüedad como un portento.
Cada mañana, cuando salía el Sol emitía raros sonidos, cual música celestial, y al amanecer dejaba oír un lastimero quejido. Griegos y romanos soportaron viajes de varias semanas para oír cantar a Memnón. En noviembre del año 130 d. C., lo visitó el propio emperador Adriano, acompañado de su esposa Sabina, y con suma veneración hizo grabar allí unos versos de su poetisa oficial Julia Balbilla. Cuando el emperador Severo viajó a Tebas hacia el año 200 d.C., hizo restaurar la estatua septentrional, dañada por un terremoto..., y entonces se acabó el milagro: Memnón no volvió a decir nada más.
Hoy se ha resuelto científicamente el enigma de la piedra plañidera: Aquel terremoto había abierto en la colosal estatua varias grietas que facilitaban la erosión. Así, pues, con la orientación este-oeste de la estatua y los cambios de temperatura, especialmente al salir el Sol, se originaban tensiones en la piedra y entonces soltaban partículas ínfimas de la arenisca produciendo algo así como restallidos. Al anochecer, cuando el cálido chamsín barría el cauce del Nilo, se introducía por las susodichas grietas y causaba el portentoso quejido.
También se hacen incesantes conjeturas sobre el origen de los colosos. ¿Encontrarían los egipcios aquellos monstruosos monolitos en el lugar donde se hallan? ¿Los tallarían en el cercano Valle de los Reyes? ¿O los transportarían hasta su emplazamiento -y eso sería una auténtica maravilla- desde algún punto lejano?
El milagro quedó demostrado científicamente en 1974. Varios físicos contratados por la administración cairota de antigüedades analizaron las piedras mediante la activación de neutrones y descubrieron rastros de hierro, cobalto y litio, elementos existentes únicamente en las canteras de Assuan. Así, pues, Amenofis III hizo trasladar los formidables bloques para su monumento desde un lugar situado a doscientos kilómetros de distancia. ¿Cómo? Eso quizá no se sepa jamás.