Los tratados de Noyom y de Cambrai (1516 y 1517) habían establecido entre Francia, el emperador y el joven rey de España una concordia y hasta aparente amistad que si los que las proclamaban hubieran estado realmente resueltos a permanecer fieles a ellas, hubiesen dado la paz a Europa. Los pueblos alimentaron la ilusión de que estaba asegurada, y bajo la influencia y las ardientes instancias del Papa León X, los dos jóvenes soberanos admitieron el proyecto de una alianza más estrecha que hubiera unido sus fuerzas para una nueva cruzada. Egipto había caído bajo el dominio de un otomano audaz y ambicioso, Selim I cuya soberanía se extendía asimismo sobre Argel y cerraba a los cristianos las rutas de África y de Oriente. Sólo la seguridad de una larga paz europea y el esfuerzo colectivo de las grandes potencias hubiese podido permitir una intervención eficaz. A prepararla se consagró León X, para el cual el espejismo de una cruzada general disimulaba un poco los problemas inmediatos y, en su favor, la proclamó en el mes de marzo de 1518. El emperador Maximiliano fue designado jefe supremo de los soldados de Cristo: un viejo sueño medieval resurgía. Pero los grandes acontecimientos que estallaron entonces en Occidente suscitaron otras preocupaciones e inflamaron otras ambiciones menos lejanas y más violentas. Una situación cargada de inevitables peligros se dibujaba ya a través de esta falsa atmósfera de concordia sagrada. Se sabía que el emperador se hallaba enfermo y más agotado aún que enfermo; sus días parecían contados. ¿Qué le sucedería? ¿Qué manos recogerían el cetro imperial que reivindicaban Francisco I, rey de Francia, y Carlos de Luxemburgo, rey de España?... Las intrigas apasionadas caminaban sordamente de una parte y de otra; se trataba de hacer presión sobre los electores del Imperio; es decir, se trataba de comprarlos. El mismo Maximiliano intervenía y sostenía la candidatura de Carlos.
Pero finalmente la sucesión no estaba abierta y los dos rivales unidos por un tratado reciente, se veían obligados a operar con alguna reserva y en un secreto relativo. No ocurrió lo mismo cuando el 12 de enero de 1519 murió bruscamente el emperador. Inmediatamente la competencia se desencadena a la luz del día. Los electores, solicitados por ambas partes, hostigados y cargados de dones inmediatos y de promesas, buscaban discernir su interés más durable. No podían limitarse a guardar las sumas que les eran ofrecidas; necesitaban también tener en cuenta la opinión alemana y determinar cuál le parecería a ésta el menos extranjero de los dos candidatos. Carlos y Francisco I sentían por su parte la necesidad de crear en torno de su personalidad en los Estados alemanes una atmósfera favorable. Para ello lanzaban manifiestos. Francisco I hacía valer la contigüidad de Francia y de las tierras del imperio tan alejadas de España; hacía alabar su vigor, su resistencia física y sus dones de inteligencia y de fortuna; parecía ser el designado por la providencia para reconquistar los Santos Lugares y devolvérselos a la cristiandad. Además existía, según afirmaba, una comunidad de origen y de raza entre Francia y Alemania, la una y la otra descendientes de los sicambros (antiguo pueblo de la Germania). En cuanto a Carlos, recordaba que por tradición familiar España es la verdadera y eterna adversaria de los infieles y que él se constituía en defensor de la cristiandad. Fundaba igualmente sus pretensiones sobre su pertenencia a la Casa de Austria, fuente germánica de su raza. En fin, muy hábilmente, dejaba entender que su dominio, por ejercerse de más lejos, no tendría las exigencias estrechas y tiránicas de la soberanía francesa.
Carlos fue proclamado emperador el 28 de junio de 1519 con el nombre de Carlos V. El destino prescribía a Francia las vías imperiosas de una política nueva.
AUGUSTE BAILLE. FRANCISCO I. PROTECTOR DE LAS LETRAS Y DE LAS ARTES. EDITORIAL HERRERO, S.A. MÉXICO, D.F. PRIMERA EDICIÓN EN ESPAÑOL 1966.