Ayer, la Corte Internacional de La Haya ordenó al gobierno de Washington suspender la ejecución de 3 mexicanos sentenciados a muerte en Estados Unidos. No es seguro que esa resolución judicial preserve la vida de esos nacionales nuestros, porque aquel país se muestra reticente a regirse por tratados internacionales. Probablemente acudirá en este caso al argumento del federalismo, ya que la legislación penal corresponde a los estados, en cuya esfera no interfiere el gobierno federal. Pero éste es el obligado a cumplir los compromisos internacionales que adquirió, tanto al firmar la Convención de Viena (cuyo incumplimiento fue alegado por México) como al ser parte de la ONU y en consecuencia estar sujeto a las determinaciones de su principal tribunal.
En vísperas de la renuncia de Jorge G. Castañeda, la cancillería inició ante la Corte el asunto que comenzó a ser resuelto ayer. Se refiere a la situación de 54 mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos. En ningún caso las autoridades locales informaron a los detenidos su derecho a comunicarse con el consulado mexicano, por lo que fue violado el artículo 36 de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares. En casos anteriores México ha invocado sin éxito ese instrumento ante el gobierno norteamericano. El más reciente fue el de Javier Suárez Medina, ejecutado en Texas en agosto pasado. El propio presidente mexicano solicitó la conmutación o el aplazamiento de la sentencia, y al ser ignorado su pedido, Fox decidió no viajar a esa entidad como tenía previsto.
Un sector de la opinión pública se indigna por la asistencia legal que reciben los mexicanos condenados a morir en Estados Unidos. Algunos de ellos cometieron crímenes abominables y es causa de escándalo el que se promueva el que no pierdan la vida. Pero es claro que la posición oficial mexicana no implica juicio alguno sobre su responsabilidad penal (lo que es competencia exclusiva de la justicia norteamericana), ni se practica con ellos una forma arbitraria de lenidad. Sólo se cumple el deber que incumbe a todo Estado de proteger los derechos de sus nacionales en el extranjero, entre los cuales se incluye el de comunicarse con las autoridades consulares del propio país. Esa posición fue avalada ayer por la Corte Internacional, que ordenó la suspensión de la condena de 3 de los 54 mexicanos a que se refirió la demanda mexicana. Sucesivas resoluciones incluirán a los restantes.
Tres de ellos han quedado fuera del litigio planteado por México gracias a la trascendental decisión del gobernador de Illinois, George Ryan, que el 17 de enero canceló la pena máxima a que habían sido sentenciados 156 delincuentes. A punto de terminar su encargo, Ryan ordenó investigar los procedimientos que condujeron a aquellas condenas, y las suprimió cuando supo que en esos casos había duda fundada, o discriminación de algún tipo, o simple eficacia retórica de la parte acusadora y deficiencias en la defensa. Los mexicanos que se hallan en esa situación a menudo ignoran la lengua en que son juzgados.
La decisión de La Haya y la prudencia del gobernador Ryan se basan en algunos de los mejores argumentos jurídicos en contra de la pena de muerte (y no incluyen los de carácter ético, filosófico), y van en sentido contrario a la tendencia de reimplantar esa gravísima sanción. Los propugnadores de tal pena aprovechan la indignación social que causa el auge de la delincuencia para alentar su establecimiento, sin tener en cuenta la evidencia muy documentada de que la pena de muerte no contribuye a la contención de actos brutales o especialmente dañinos.
La Alianza para todos, la coalición del PRI y el Partido Verde en el estado de México está proponiendo, de modo sesgado, reimplantar esa pena como parte de su oferta electoral frente a los comicios locales del 9 de marzo próximo. Finge preguntar a los ciudadanos si están de acuerdo en imponerla a quienes incurren en delitos como homicidios y secuestros, y de ello se desprende el compromiso de los legisladores que salgan electos de impulsar la reforma correspondiente.
Se trata de un engaño que los electores no deben admitir. En esa materia el código penal mexiquense no puede ser reformado así como así. La Constitución federal impone un claro límite al establecimiento de la pena de muerte. El último párrafo de su artículo 22 declara “prohibida la pñena de muerte por delitos políticos y cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación o ventaja, al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pírata y a los reos de delitos graves del orden militar”.
Ningún código penal, en las entidades o en la Federación, salvo el de justicia militar, incluye la pena de muerte. Quienes buscan restablecerla están acotados por los términos constitucionales, infranqueables mientras no se enmendara la Carta Magna. Y, conforme al derecho internacional no se podría establecerla ni siquiera respecto de los delitos mencionados por la Constitución. En 1991 entraron en vigor el segundo protocolo opcional del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el protocolo de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que proponen la abolición de la pena de muerte y prohíben a los países signatarios establecerla si al incorporarse a ella no la tuvieran vigente, como es el caso mexicano.
La combinación de barbarie ineficaz y engaño es una mala oferta electoral.