Viajaba en un autobús de segunda clase a la ciudad de Durango hace treinta años aproximadamente, me encontraba algo nervioso pues era la primera vez que me alejaba yo solo para vivir fuera de casa a realizar los estudios de la profesión más hermosa, eso si aprobaba el examen de admisión, por mi mente pasaba la manera de cómo dirigirme a la escuela, en qué lugar iba a hospedarme, con quién iba a vivir. Al llegar a la terminal, en el último asiento del camión se encontraba un joven y me pregunta que si me iba a matricular en la escuela de veterinaria, fue grande mi sorpresa pues no tenía ni la menor idea de quién era, desconfiadamente le contesté afirmativamente, se presentó, mi nombre es Samuel Pinto, mis amigos me dicen Sam, soy de Gómez Palacio y voy a inscribirme para el segundo año de veterinaria, en lo que te pueda ayudar con toda confianza, tuve tanta suerte, me llevó a la escuela, me ofreció hospedaje en la casa de asistencia donde él vivía y lo que más me sorprendió, que al conocer a sus compañeros me presentó como su amigo, y todo fue más fácil para mí.
Hoy que cumplimos 25 años de egresados de la Facultad de Veterinaria, uno de los tesoros más grandes que recuerdo de nuestra escuela, son los amigos, el compañerismo que tenemos era verdaderamente de hermanos, realmente fuimos pocos los estudiantes que nos inscribimos y la mayoría era foránea, en aquel entonces no había escuela de veterinaria en Torreón y el grueso de los estudiantes que se inclinaba por esa profesión emigraba a Durango, otros a Zacatecas, Tamaulipas y los menos a la Ciudad de México.
La primera clase. Nos encontrábamos en el aula cuando repentinamente entra una persona con un portafolios oscuro y solemnemente nos dice, soy el doctor Frías y les voy a impartir la clase de piscicultura, nos pregunta los nombres de los peces que conocemos, con esmero y respeto respondíamos a sus preguntas, cuando repentinamente abandona la clase al ver venir al médico titular de Anatomía, al finalizar el día nos dimos cuenta que la materia de piscicultura no existía en ningún grado y que habíamos recibido la clase por un estudiante de quinto año que nos había jugado la primera novatada de muchas que aún nos esperaban.
Teníamos de compañero a una persona de sesenta y tantos años, con una enorme barba canosa con vestigios rubios, pantalón vaquero y sus inseparables botas charras, con un físico sorprendente de un muchacho de treinta años. Al entablar plática con él, se presentó, soy Alfredo López Yáñez e inmediatamente todos nos identificamos y nos explicó el porqué de su estancia en el primer semestre de la escuela de Veterinaria, siendo él un médico cirujano exitoso, egresado de la UNAM en los años cuarenta.
Resulta que el mayor de sus hijos cursaba el segundo semestre de Veterinaria y que iba a abandonar la escuela porque le resultaba muy difícil los estudios, después de haber agotado todos los recursos para convencerlo para que desistiera de su idea, decidió inscribirse en la universidad y demostrarle que a sus sesenta y cinco años, sería capaz de salir adelante teniendo la responsabilidad de su trabajo y una familia que dependía de él. Pasaron los años, su hijo abandonó los estudios pero no él, siguió adelante, empezaron a retoñar los años maravillosos de su juventud, aquellos momentos de angustia de presentar los exámenes orales con tres sinodales, pero a la vez reconfortantes al momento de aprobar la materia, fue motivo para demostrarse a sí mismo pero sobre todo a nosotros cuando nos veía “flaquear” o a punto de rendirnos, que el éxito no solamente era del más inteligente sino del más constante y de aquél que se podía levantar de sus tropiezos, recuerdo que nos reuníamos en su consultorio hasta altas horas de la madrugada en tiempo de exámenes, fue un gran amigo que siempre nos motivó y nos dio buenos consejos, en todo nos apoyaba, nos acompañaba a los viajes de estudio, incluso cuando jugábamos futbol americano en otras ciudades, él era quien amenizaba en el estadio quitándose su inseparable jompa de mezclilla para dirigir las porras. El aprecio siempre fue mutuo, a tal grado que en una ocasión con lágrimas en los ojos nos dijo que le hubiera gustado que su hijo fuera como alguien de nosotros.
Tantas anécdotas y experiencias que vivimos que quise recordar a mis grandes amigos que sepan que siempre estarán con nosotros, aunque ellos lo saben pues desde allá arriba son los que nos echan porras para salir adelante; mi estimado Samuel Prieto, Juanito Ortegón, mi compadre Alberto Soltero y mi muy querido Alfredo, los recordamos siempre y sobre todo hoy en nuestro aniversario de plata, atentamente: Generación “Dr. Alfredo López Yáñez” 1973-1978.
Una disculpa por no tratar en esta ocasión sobre mascotas, pero debido a esta fecha tan importante y a la insistencia de mi compañero y amigo Dr. Juan Morones, hice extensivo este aniversario.