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Pequeñeces/El centro

Emilio Herrera

Indudablemente, alguna vez lo fue, pero de eso pronto hará un siglo. Cuando yo tendría tres o cuatro años una vez una vecina me pidió prestado para no ir sola al correo, que entonces estaba donde, después, por muchos años estuvo el más conocido de los Puertos de Liverpool que, hasta la fecha, ha habido en nuestra ciudad.

Y resulta que, de pronto, la tal señora me perdió. Después me ha tocado ver a muchos niños de aquella edad y aun mayores perdidos, gimoteando y lloriqueando de plano y orgullosamente recuerdo que, sin mayores problemas yo llegué a mi casa antes que ella. La cosa tampoco era una gran proeza, pues mis tíos, con los que yo crecí, vivían a la misma altura que el correo, pero por la Avenida Allende.

Y así cuando la citada señora llegó, ella sí, gimiendo y llorando a avisar lo que le había sucedido, al verme como si nada, lo único que se le ocurrió decir fue: “¡Ay!, ¿por qué te soltaste de mi mano?”.

Pocos años después, cuando ya no necesité que me llevaran al Centro tomado de la mano me hice su asiduo visitante, particularmente de las papelerías “El Modelo” y la “Casa Ezquerra” y aunque mi época de fumador fue corta, al entrar en ellas, por mis necesidades escolares, disfrutaba el aroma a tabaco que las envolvía. Luego, aquellas mismas necesidades me llevarían a frecuentar las ferreterías “La Suiza” y la “Casa Lack”, que algunos campesinos llamaban la Casa Laceca y otros muchos la Casa del Reloj, sin más.

Vinieron los años del cine que para mí comenzaron con los matinés dominicales del cine Princesa, en los que vi a todos los vaqueros habidos y por haber, siendo el primero Art Cord, que años después vendría a uno de ellos a florear una reatita de metro y medio y hacer señas a los asistentes que tenía que ir al baño y eso fue todo, pero tampoco se podía protestar porque su presencia no había alterado el precio del boleto; luego vendría el ir, ya en compañía de amigos, a aquellas tandas en las que en los intermedios se tocaban canciones de moda cuya letra se proyectaba en la pantalla y todo el público cantaba.

Entre tanto en la Hidalgo el comercio crecía y, para llevar a él cada vez más público, un día a la semana se organizaban conciertos musicales durante los cuales y mientras tocaban varias orquestas, los automóviles daban vueltas por la propia avenida, que entonces era de ida y vuelta y los de a pie iban y venían por las banquetas. Era costumbre, en aquellos tiempos que las familias, después de cenar y así se decía: salieran a bajar la cena, paseando por la Hidalgo y la bajaran viendo aparadores que se dejaban abiertos y alumbrados hasta más o menos las diez de la noche, que ya era noche para aquellos años.

Entre tanto los jóvenes y hombres mayores por la noche se agrupaban en las bancas de la plaza, cada grupo tenía la suya y allí se reunían para tomar el fresco -la refrigeración primero y luego la televisión acabaron con esa costumbre- componer el mundo y fraguar bromas contra el que alguna noche no se hacía presente.

Entre los que allí iban estaban “El Chato” Gómez, Marcelino García, Ramón Castañeda, Joaquín García Cruz, el licenciado Arellano López, el ingeniero Colores y muchísimo más. Por las tardes los jugadores de dominó cumplían con su afición en la cantina de Los Baños de las Delicias y en la del Casino de la Laguna, que ¡Ay, ambas se acabaron! Pero, así es el mundo. Todo se acaba. Nada es eterno.

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