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Pequeñeces/Emigrantes

Emilio Herrera

Donde quiera que los primeros hombres se hayan identificado y formado un pueblo, algunos menos sedentarios o más inquietos les habrán abandonado para ver lo que se ocultaba más allá de los espesos bosques o de las altas montañas, tan llamativas en el lejano horizonte.

Dicho de otra manera: Adán y Eva pudieron haber sido los primeros emigrantes si no fuera porque no abandonaron el Edén por su propia decisión sino desahuciados por su Creador.

No lo fue tampoco Caín, porque no anduvo de un lado para otro por gusto sino como castigo que su Abuelo le impuso por su fratricidio y por miedo a que lo mataran a pesar de la marca que el Señor le impuso.

El emigrante no nace, se hace. Y seguramente el primero o los primeros se hicieron con el Diluvio.

Porque, claro, el Arca navegó, no se quedó estática y durante aquellos cuarenta días con sus cuarenta noches, algunas de ellas muy claras y más todavía con el fulgor de los relámpagos, los viajeros verían paisajes inolvidables, que al recordar después embellecerían aún más con su imaginación.

Por allí, por aquellos húmedos entonces, seguramente fueron engendrados los primeros emigrantes, esos grandes soñadores que aspiran a ver las nuevas tierras que sueñan constantemente e imaginan lejanas, pero alcanzables, para quien tenga el valor de abandonar, para siempre, su aldea, ciudad o patria misma.

El emigrante, el verdadero emigrante, es aquel que no se deja engañar con la idea de que va a volver, porque intuye que al salir está dejando todo para siempre. Lo verdaderamente suyo, su cultura, la lleva consigo, para intercambiarla por la del país elegido. Particularmente es un hombre honesto: para que le den está dispuesto a dar. El distintivo del verdadero emigrante es su laboriosidad. Para él no se inventaron los relojes, se inventó el trabajo; a él se entrega sin horarios y cuando la recompensa a sus esfuerzos llega seguirá trabajando como si anduviera consiguiendo empleo.

El verdadero emigrante pone entre él y su destino mucha tierra, mucho agua, o ambas cosas de por medio. No admite tentaciones ni debilidades de ninguna especie. En realidad, sale a buscarse a sí mismo, a saber quién es, más que a otra cosa. No admite la idea del fracaso; no soportaría la vergüenza de volver a su pueblo en tales condiciones. Grandes trabajadores y grandes ahorradores, alcanzan siempre a ser independientes.

Esta es la diferencia entre el inmigrante que llega a México y los mexicanos que emigran. Los nuestros casi nunca van muy lejos; insisten en ir a Norteamérica y así no hacen su mejor esfuerzo, pues nunca sueltan del todo las faldas de la patria. No se avergüenzan si fracasan, pues apenas si salieron. Salen detrás de unos cuantos dólares, no detrás de todos los dólares que pueden; no van a descubrir de qué son capaces, ni a darse del todo, porque allí, al otro lado del río, así de cerca, está México y los suyos. No son, pues, verdaderos emigrantes.

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