Después de tanto hablar de la guerra; después de que un gran porcentaje de habitantes de este planeta, con excepción de los hombres felices que no tienen camisa, afirman que la habrá, sería el colmo que no se disparara la primera bomba o el primer cañonazo de ella más o menos pronto, cosa que pudiera suceder el próximo día del amor y la amistad. Todo es posible.
Afortunadamente sigue habiendo en nuestro mundo seres optimistas que insisten en evitarla, no precisamente porque piensen poder hacerlo sino, sencillamente, como signo de conciencia.
La primera señal de una posible guerra es una desavenencia entre dos, personas, bandos, o ejércitos. Digamos que la primera guerra fue el porrazo que dejó muerto a Abel en lo que fue el primer campo de batalla, casi familiar. Aquel crimen dejó establecido que quienes deciden las guerras son siempre los más fuertes. No que no haya habido algún débil fanfarrón que haya declarado alguna, pero así le habrá ido y seguramente no sobrevivió para contarlo. El destino de los débiles es soportarlas. Y punto.
Con el tiempo, los fuertes no se bastaban más por sí solos y fueron haciendo sus banderías. Pensándolo y pensándolo, para animar a los escogidos y para reconocerlos a la hora de los agarrones fueron inventando cosas. En primer lugar que no era pecado, o como entonces le dijeran a eso, el matar y menos deshonor. Al contrario, sería gloria y mientras más muertos por cualquiera, más honor y más gloria para él, que según sumaba muertos sumaba, también, más respeto entre los suyos y con el tiempo títulos, digamos militares, que los fuertes inventaban para dárselos y mediante los cuales acercarlos más a ellos, haciéndolos como de la familia y posibles herederos de sus conquistas.
Con lo anterior, claro, la paz duradera comenzó a desaparecer. En la paz no había muchas esperanzas, con excepción de la del trabajo, de salir del anonimato, es decir, de pobres, en tanto que la guerra podía volverlos ricos de la noche a la mañana si tenían un golpe de suerte, es decir, que era como nuestra Lotería Nacional, aunque muchos morían sin lograrlo, igual que hoy mueren los jugadores comprando el mismo cachito cada vez sin que jamás suceda nada.
Después vino el tacón que César añadió a las sandalias de sus soldados para que caminaran más cómodos y más kilómetros, los uniformes, las medallitas y las gubernaturas como premio y el mejor armamento en los ejércitos. Ser piloto de uno de esos aviones que vemos en las películas y los noticieros, no es poca cosa. Los que lo son no se cambiarían por nada en este mundo. ¿Cómo, pues, se va a acabar la guerra?
Para los fuertes viene siendo como aquella música pegajosa que llegó para quedarse. Lo mismo que para los otros que no resisten la tentación de ser soldados y que ya, sólo por eso, merecen la muerte que persiguen, pero que, lamentablemente, primero mata a otros que no tienen por qué.