A Su imagen y semejanza nos hizo. No nos hizo como hizo a lo demás. No fue mediante el verbo. No fuimos resultado de un ¡Hágase! Nos hizo con Sus manos. Sintió lo que hacía según nos iba haciendo, según nos “gestaba” entre y con la yema de los dedos de Sus manos. Y nos dio manos. No podía estar más completo Su deseo de semejanza.
Sin la mano no le sería posible al hombre ninguna maniobra, ni la precisa que Valery notara en el cirujano, capaz de salvar vidas, ni ese “aparato que golpea y bendice al mismo tiempo, que recibe y da, que alimenta, presta juramento, mide las cosas, lee para el ciego, habla para el mudo, se tiende hacia el amigo y se alza contra el enemigo y es, a la vez, martillo, tenaza y alfabeto . . .” es decir, que lo hace todo. O casi todo. Es posible que, después de hacer al primer hombre y de que éste comenzara a usarlas para formar con amor y con caricias de sus manos a su pareja, ¡cómo si no!, su descendencia, viera un peligro en haberlas creado tan limpias y lo dejara usarlas para matar, estableciendo así la diferencia. Pero, siguen siendo las manos lo que más nos acerca a Dios. Las obras prodigiosas de las manos que a cada uno nos dio para que nos valiéramos de ellas según nuestras virtudes, según nuestros vicios. Todas lo son en cierta medida. Ahora mismo que estoy yo aquí charlando contigo, no pudiera hacerlo si no fuera por los dedos de mis manos que oprimen seguros las teclas correspondientes.
Lo primero que todo hombre recibe en este mundo son manos: las del partero, las de las enfermeras, y las cariñosas de sus madres. Ya no son aquellas primeras de Eva, de la primera madre, éstas vienen de las manchadas por Caín, pero todos sus descendientes han insistido a través del tiempo en redimirlas mediante el trabajo y algo han logrado. Los artistas son los que más han aportado.
En estas pasadas tres semanas que estuve fuera de nuestra ciudad vi tantas pruebas de esas portentosas creaciones de tantos artistas maravillosos, que no puedo sino creer que el Señor debe sentirse satisfecho de haber dado manos como las Suyas al hombre y no sólo espíritu que hubiera sido inútil sin aquéllas.
El amor mismo no sólo es palabras, son las caricias de las manos del hombre en la mujer y de la mujer en el hombre, lo que los convierte en verdaderos amantes, en lo que los hace modelarse uno al otro en su preparación para la entrega absoluta.
Las manos de los hombres son las que, poco a poco y al fin redimirán su linaje y harán que quien hizo al primero libere a sus sucesores del deseo de matar que, multiplicado, lleva a las guerras al fin y al cabo inútiles, pues si nuestro nacimiento trae consigo una segura muerte, ¿a qué dejar que nadie adelante ninguna sólo por fines mercantilistas, enseñándole, una y otra vez, el uso de las armas mortíferas?
Dejemos que las manos gobiernen al mundo dedicándose a lo más suyo: el trabajo, el arte, la caricia, la bendición.