No sé si María Isabel, tan interesada en la historia de todo lo nuestro, particularmente en lo ligado con nuestra cultura, habrá aprovechado su cercanía de los últimos meses para registrar hasta el último rincón de lo que por varios años fue el local de “Tomeipague”, aquel centro comercial en miniatura cuyo dueño tuvo la ocurrencia de llenar su espacio vacío con unas mesas en las que servía café a los agentes viajeros que tenían tiempo que perder entre cita y cita con sus clientes, o a los depositantes de los bancos del rumbo que aprovechaban para tomarse uno, ya que andaban por allí, o a los licenciados que volvían a sus oficinas después de haber ventilado algún negocio por las oficinas públicas. Al final ni esta ayuda salvó al negocio, pero el que estuviera allí, en la Calle Cepeda, entre Hidalgo y Juárez, en la década de los cuarenta era necesario para que el grupo de “Cauce” se integrara, y allí estuvo el tiempo necesario.
De los tres promotores de la cultura en aquellos tiempos, Rivera, cuyo nombre se me escapa, Juan Antonio Díaz Durán y Pablo C. Moreno, los tres escribían en las páginas editoriales de “El Siglo”, pero el más libre era Pablo, porque llevando la contabilidad de varios negocios importantes los visitaba a diario y eso le permitía aprovechar y meterse de paso a las librerías y a este café a saludar a algunos amigos que le llamaban al pasar, lo que no podía hacer Juan Antonio que trabajaba también como contador en una fábrica de por el rumbo de la Casa del Cerro, ni Rivera porque se había ido a vivir a la Ciudad de México.
Así fue como en una de nuestras librerías Pablo se encontró apenas llegado de México al licenciado Antonio Flores Ramírez, que de inmediato llevó a “El Siglo” para presentarlo, por lo pronto, a Enrique Mesta, jefe de Redacción. Flores Ramírez, capitalino y acostumbrado a los cafés, sugirió verse más tarde para tomar uno reunidos en tanto platicaban con calma y sin interrupciones. Como ni Pablo ni Mesta eran de cafés, no sugirieron el Apolo que a todas horas estaba lleno y ya era ruidoso, sino este pequeño “Tomeipague” que era un sitio casi íntimo en pleno centro.
Y así fue como comenzaron a conocerse y reunirse allí lo que harían “Cauce” y “Nuevo Cauce”, y darían un gran impulso a nuestra cultura, entre en los que su iniciación estaban: Felipe Sánchez de la Fuente, Salvador Vizcaíno Hernández, Rafael del Río, Bernardo Casanueva Mazo, Pablo C. Moreno, Ildefonso Villarelo, Enrique Mesta, Antonio Flores Ramírez, Juan Antonio Díaz Durán, Emilio Herrera, Rodolfo Siller, Luis F. del Río.
La justificación de “Cauce” era muy clara: “Esta REVISTA emerge –decía– con la aspiración de constituirse en un órgano de la cultura regional. Responde a exigencias naturales y se propone ser un vehículo de orientación.
“Se ha llegado ya el desborde espiritual. Los laguneros no solamente cosechan algodón y trigo, sino que se ocupan modestamente de las cosas del pensamiento y de la poesía, respondiendo con hechos a una ley de evolución que se ha observado en el desarrollo de todos los pueblos y de la madurez de todas las civilizaciones.
“A pesar de que tratamos de justificar la aparición del primer número de CAUCE, dicha justificación es obvia, porque esfuerzos como los que hacen publicaciones de esta naturaleza no precisan de explicaciones, sino que merecen un franco estímulo.
“El principal objeto de CAUCE es agrupar seriamente los esfuerzos de todos los escritores, poetas, maestros y diletantes laguneros, para formar un todo armónico que cobre fuerza y relieve y exponerlo a la consideración de los grupos afines de la República y el Continente”.