Hace algo así como cinco años, acaso más, de pronto ¡pum!, la rodilla izquierda me falló y al comenzar nuestra caminata mañanera que a diario hacíamos Elvira y yo, y “totó la les”, como decían los niños de media lengua de entonces, es decir mi rodilla izquierda quedó sin fuerza y caí de sopetón en tierra frente al módulo que en el crucero de José María del Bosque y Laguna Norte tiene la policía de Torreón Jardín.
Levantarme no pude porque mi rodilla aprovechó las circunstancias y se negó a sostenerme. Ni siquiera con la ayuda de Elvira pude hacerlo. Ella tuvo, pues, que venir por el coche y yo a rastras me subí a él. Así comenzó esta rodilla a tratar de fastidiarme. Sobadoras, masajistas y médicos, en ese orden, intervinieron para que yo saliera de mi apuro, que no de mi dolor, que por cierto jamás ha sido insoportable. Cuando llegué con Meny me lo dijo de una vez: “Lo que usted tiene es artritis, así que esto ni siquiera va para largo; va para toda la vida; lo mejor que puede hacer es acostumbrarse a convivir con ella”. No he vuelto a las caminatas mañaneras de antes, a pesar que, desde entonces, mi buen amigo Germán González Navarro, cada vez que nos encontramos me anima mucho a hacerlo, pero, así de desagradecidos somos a veces.
A final de cuentas a esta artritis y a su rodilla les ha tocado una víctima muy especial, pues durante todo este tiempo he tratado de ignorarla cuando así me conviene y, de acuerdo con la Biblia que dice que cuando alguien pide que se le acompañe por cien pasos hay que acompañarle por doscientos, de repente, sobre todo en invierno, cuando no tengo prisa ignoro autobuses y taxis y del centro a mi casa me vengo en el burro de San Fernando, ratitos a pie y ratitos andando y fuera de la rodilla que, después de algunas cuadras, como que quiere protestar, al final no pasa nada.
Esto fue una consideración grave en el asunto de nuestro último viaje. ¿Y si no aguanto la caminata? (y un viaje sin caminar no tiene chiste), y ella, con su sabiduría constante me dijo de inmediato: “Allí mismo damos media vuelta y nos regresamos.” Ah, bueno, le contesté, así sí.
Y nos fuimos. Durante 21 días caminamos entre 10 y 15 kilómetros diarios. Cuando ya mi rodilla se estaba acostumbrando a ello fue que el viaje se acabó. Y acá estamos nuevamente, y mi rodilla como que de alguna manera lo adivina, se da cuenta de que estamos, ella y yo, en nuestros lares y que aquí puede permitirse ser más caprichosa y negativa y como que quiere que le recompense por el esfuerzo que hizo, pero, nones. Ahora que sé de lo que es capaz, a lo mejor hasta volveré a caminar por las mañanas. Que Dios la asista.