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Pequeñeces/Solos, como el uno

Emilio Herrera

El último miércoles comí, y bebí, en compañía de un grupo de amigos con los que me reúno a lo largo de unas mesas preparadas para el efecto diez veces al año, mensualmente, con excepción de diciembre y enero por aquello del desviejadero.

Desde la primera de ellas, ocurrida hace quince años, está prohibido hablar de política, de religión y de futbol, y decir que todos los asistentes nos la pasamos allí de primera con los compañeros de mesa, casi sería redundancia. Y si no fuera por el culto que algunos de los asistentes rinden al dominó y al chamelo, las sobremesas serían interminables.

El jueves asistí a otra, esta campera, que sus organizadores, frío o no frío, echándole valor al asunto, celebran, doce veces al año, y que cuando le toca a Meme ser anfitrión suceden dos cosas: Una, que oportunamente me localiza a través de mutuos amigos para invitarme y que me lleven, y dos, que manda transformar a una ternera en deliciosa barbacoa, para gusto de todos sus amigos, que los cuenta por cientos. Las mesas se llenan con ellos, la alegría de unos se contagia con la de otros, y el tiempo aporta la oportunidad de que todos se lleven tantos recuerdos como su sensibilidad haga posible. Con lo cual el anfitrión queda muy satisfecho.

Por eso, el cultivo de la amistad es algo esencial para los mexicanos. ¡Qué vamos a andar pensando nosotros en guerras, hostilidades ni conflictos! ¡A nosotros dennos un abrazo o un buen apretón de manos, y ya estamos listos! Vamos a donde sea. La mejor manera de pasar nuestro tiempo libre, es pasarlo al lado de un amigo, y si es más de uno, pues, mejor. Esto es algo que, no han aprendido nuestros vecinos y ¡ni para cuándo!

Se han pasado el tiempo buscando un peso, y después de que hicieron todos los que en el mundo había, les entró la locura de eso que ellos llaman amor y sólo es sexo. Acuñaron aquella frase que recorrió el mundo: “¡Haced el amor y no la guerra!”, y se dedicaron a practicar sin riendas: El abuso seguramente acabó por aburrirlos si no asquearlos, y volvieron a la guerra, de la que no se cansan, por lo bien que con ellas les ha ido.

Lo que pasa es que las cosas se complican al paso del tiempo, y las guerras que antes podían comprar como en oferta, dos al precio de una, hoy subieron de valor, y un congresista echó números y quedó asustado, pues descubrió que el precio de cada uno de los primeros días de la guerra por venir le costaría a su país tanto como el dinero que se gastaría si diera de comer al mundo durante tres días. O algo así. Y está bien que sea el país más rico que el mundo haya visto, pero, la cuestión es que su consumismo se ha detenido, no obstante las sugerencias que a través de la televisión Bush ha hecho a los suyos de que sigan comprando como si las torres no hubiesen caído. Y ya desde antes de aquella tragedia el ahorro familiar venía bajando, en tanto que subía el endeudamiento de las familias norteamericanas.

Sin embargo, Bush lo ve de manera diferente y está convencido de que una guerra es la que necesita su país para salir de problemas, poniendo oídos de mercader a lo que el congresista ha descubierto y sigue diciendo ¡Guerra!, a todos, los que tratan de convencerlo de lo contrario. Claro que, todo es posible, y a lo mejor se sale con la suya; hace su guerra y gana con ella lo que persigue. Pero, también existe la posibilidad de que el dinero no le alcance, según teme el congresista, lo que le pondría frente a la realidad de algo de lo que ellos siempre se han enorgullecido: tener intereses, no amigos; sólo que una cosa es el cinismo de la frase en sí y otra muy diferente comprobarse sin amigos por primera vez, más solo que el uno, porque esto cuenta lo mismo para los individuos que para las naciones.

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