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Plaza pública/1010 no se olvida

Miguel Ángel Granados Chapa

Se cumple hoy un año del golpe de mano gubernamental en favor no de la industria de la radio y la televisión sino de los grandes consorcios que dominan la cámara en que se agrupan. Con artería, haciendo creer que se preparaba una reforma de otro alcance, de la mano de la esposa del Presidente de la República el gobierno pactó con los grandes intereses de los medios electrónicos —encarnados en la persona de los presidentes entrante y saliente de la CNIRT, Jorge Mendoza y Bernardo Gómez— nuevas reglas administrativas y fiscales. Contó para ello con el silencio timorato de los partidos, que pudiendo iniciar a través de las Cámaras una controversia constitucional se abstuvieron de hacerlo. Por eso, ufano, el secretario de Gobernación Santiago Creel ha dicho, como si esa omisión legitimara sus acciones: “Nadie impugnó formalmente esas atribuciones o competencias (las que permitieron la reforma que hoy cumple un año), habiendo los medios jurídicos abiertos y la disposición para hacerlo”.

La sorpresiva emisión de esas medidas, envueltas para regalo a efecto de que los mandones de la CNIRT las recibieran mientras celebraban su reunión anual, no sólo generó consecuencias lesivas en la aplicación de las normas vigentes, sino que pasmó el movimiento civil y aun legislativo encaminado a una reforma profunda de los medios de comunicación. Aunque un sector de activistas redactó un anteproyecto que algunos senadores hicieron suyo, el documento quedó congelado hasta este momento y no se avizora luz en el horizonte que permita suponer que su tramitación (ya no digamos su aprobación) está en puerta.

La sorpresa de hace un año incluyó modificaciones al reglamento de la ley de radio y televisión (cuando que los participantes creían estar trabajando, en mesas organizadas por la Secretaría de Gobernación en un documento que condujera a una ley nueva) y al decreto que establece un régimen fiscal especial para radio y televisión.

En una falacia evidente, el gobierno partió del incumplimiento pertinaz de esa norma, perpetrado al unísono por los obligados y la autoridad, para asegurar (son palabras de Creel en la Cámara de Diputados) que la nueva disposición genera un “beneficio al Estado” porque los mensajes que aprovechan el tiempo fiscal se transmiten hoy “en mejores horarios”, que garantizan “incrementos sustanciales en la audiencia y por ello aumenta la recaudación efectiva para el Estado”.

Admitió que la autoridad obtiene menos tiempo de transmisión , “efectivamente, si lo medimos en minutos, pero mucho mayor en términos de la audiencia efectiva”. Ésta ha crecido, dijo sin citar su fuente de información, hasta en ciento cuarenta por ciento.

En vez de obtener el 12.5 por ciento del tiempo total de transmisiones (lo que significa 3 horas por cada 24) hace un año el gobierno se contentó con 18 minutos al día en televisión y 35 en radio. ¿Cómo opera el prodigio aritmético de que sea mejor 18 minutos que tres horas? Por la simple razón del incumplimiento de aquella norma, en cuanto al volumen horario disponible y en cuanto al momento de la transmisión. El razonamiento gubernamental es deplorable: como la industria no cumple, aligeremos su obligación. Es una actitud que debería, entonces, seguir el fisco en otros renglones. Frente al contrabando, por ejemplo: como se trata de una evasión, semejante a la que se admitió por décadas a los concesionarios de radio y televisión, el fisco podría pactar con los contrabandistas que paguen aranceles, aunque sea bajitos. Sin duda las cajas fiscales ganarían, a costa de rendirse ante los evasores.

Por añadidura, el tiempo fiscal se ha centrado en la figura del Presidente. Se ha partido para lograr ese objetivo de otra falacia, distinguir entre tiempos estatales (cuya tenue eficacia se ablandó, al permitir que se rompan en pedazos) y tiempos fiscales, como si éstos no fueran estatales.

Con esa falsa división, se atribuyen los de carácter tributario de manera casi exclusiva al poder Ejecutivo y dentro de ese campo al Presidente, en perjuicio de los mensajes de carácter social, como los que conciernen a la educación, la salud, la preservación del ambiente, etcétera.

Según el secretario de Gobernación (al comparecer en San Lázaro, el 23 de septiembre), también las nuevas reglas administrativas “reportan... importantes beneficios tanto para la sociedad como para el Estado”. Recordó que se estableció el derecho de réplica, pero no pudo aportar un solo dato concreto sobre el modo en que se ha aplicado ese derecho. Y “se integró un representante de la sociedad civil como invitado del Consejo Nacional de Radio y Televisión”. Lástima que no acompañara su balance, que por ello resultó hueco y retórico, de concreciones sobre el modo en que funciona hoy ese Consejo y de qué manera ese invitado de la sociedad civil ha ejercido su representación.

Aun aparentes avances derivados del nuevo reglamento, como el registro público de concesionarios, no han surtido efecto práctico alguno. Y es que se trata de un registro demasiado formal, con escaso parentesco con la realidad. En esa suerte de catastro electrónico no figuran los verdaderos propietarios, los dueños de las decisiones y las ganancias en la radio y la televisión. Ni siquiera figuran en ese registro todas las emisoras en operación (ya no digamos las de carácter comunitario, consideradas piratas por un sector del gobierno, sino algunas dedicadas a la comercialización sin la autorización debida).

Dos de octubre no se olvida. Tampoco el diez.

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