La cancina sucesión de años semejantes a sí mismos hace que la rutinaria referencia al año nuevo parezca impropia: suele ocurrir que los años nuevos parezcan usados, mera prolongación de períodos gastados y desgastantes. Esperemos que el 2003 en efecto traiga consigo novedades, factores y circunstancias que hagan retoñar la vida pública mexicana.
Algunos indicios muestran que así puede ser. Mañana, por ejemplo, el presidente Fox se reunirá con agrupaciones campesinas, como epílogo de un período de movilizaciones determinadas por la declinante situación en el campo (que no aguanta más, según asegura con acierto una de las divisas de esta movilización) y como prólogo a la reunión de una convención nacional agropecuaria. No vivimos ya en la era del presidencialismo exacerbado, por lo que nadie espera que el simple acercamiento del Ejecutivo a los dirigentes rurales produzca modificaciones sustantivas en la vida campirana. Nunca sucedió así, pero la magia propagandística del antiguo régimen permitía diseminar la creencia contraria. Mas la reunión de este mediodía, que no corresponde al antiguo estilo de celebrar la emisión de la ley agraria de Carranza en 1915, lleno de palabrería, es al menos la señal de que el gobierno ha dejado de ignorar la explosiva situación social y económica que vive el campo.
No sólo porque el Jefe del Estado ha perdido las aptitudes taumatúrgicas que se le atribuían, la reunión de mañana es sólo el comienzo. Lo es también porque no acudirán a Los Pinos todos los protagonistas de la vida rural, ni todos los que asistan tienen relevancia en ella. El Congreso Agrario Permanente (CAP), aun con el nuevo talante que busca adoptar, es una conjunción artificial de fuerzas, la principal de las cuales, la Confederación Nacional Campesina, ha buscado mantenerse con su propio perfil y negociar por su lado condiciones para encarar las viejas deficiencias del campo y las que ha hecho surgir la entrada en vigor del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio.
En el CAP hay agrupaciones que, a la antigua usanza, son meras oficinas de trámites y no entidades de representación social. Las hay también que son remanente de épocas en que era rentable la simulación. Cuando surgió el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), fruto de una maniobra de Echeverría para adulterar o frustrar los propósitos organizativos de la izquierda ajena al Partido Comunista Mexicano, se le adosó, también por órdenes superiores y no por impulso nacido desde abajo, la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas. La UNTA viajó con la corriente pesetista que abjuró del gobiernismo de sus líderes originales hacia la integración de un nuevo partido que tras la experiencia cardenista de 1988 resultó ser el Partido de la Revolución Democrática. Sin ser una organización perredista, pues están prohibidas las afiliaciones masivas, la UNTA actúa en las proximidades de ese partido, donde sin embargo carece de exclusividad. Con anteriores y mejores títulos la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) había recogido la tradición organizativa en el campo de la izquierda comunista; y después El Barzón, formado por pequeños empresarios agrícolas, sujetos de crédito en la banca comercial y por eso dejados en la insolvencia por sucesivas crisis financieras, son agrupaciones más dinámicas que la UNTA, y con otras agrupaciones representan más cabalmente al sector rural perredista o cercano a ese partido. En función de sus vínculos con el PRD precisamente, donde busca mantener un papel para el que ya no está preparada, la UNTA ha objetado la reunión de mañana y anunciado su propia movilización, carente de alcance y de sentido si no va en consonancia con el resto de las agrupaciones.
Tampoco acudirá a la junta de hoy la CNC, aunque por razones diferentes, como son diferentes sus propias circunstancias. Aunque tampoco es ya la única central campesina priista, exclusividad que perdió hace varias décadas, sigue siendo el eje del sector rural de ese partido. Dispone de fuerza política propia, expresada en su presencia legislativa y en su capacidad de interlocución y de convocatoria. Se opuso al asedio al Congreso, a mediados del mes pasado, no sólo porque tal género de movilizaciones es ajeno a su tradición, sino porque en sus filas militan más de setenta diputados, colocados en situación de llevar adelante, en el Congreso mismo, los objetivos de aquella movilización.
Como parte del principal partido de oposición, la CNC ha escogido su camino propio en esta coyuntura. Ayer, hoy y mañana se encuentra examinando en Veracruz la situación del campo, para llegar a acuerdos concretos con el gobierno. Cuenta con la participación no sólo de los secretarios de Agricultura y de Economía, Javier Usabiaga y Luis Ernesto Derbez, interlocutores del resto de las agrupaciones agrarias, sino también con la de Francisco Gil y Jorge G. Castañeda, para estudiar e influir en los temas financieros y de política exterior inherentes a las condiciones de la vida rural. Aunque la CNC no puede ser exonerada de su participación en el aparato de poder que condujo a la firma del Tratado de Libre Comercio en términos desventajosos para México, ni tampoco de la que tuvo en la imprevisión general que sólo al cuarto para las doce gritó la alerta ante los efectos de ese pacto internacional en materia agropecuaria, es por hoy la agrupación mejor calificada técnica y políticamente, y con mayor representación social, para el diseño de una nueva política agropecuaria, como la que resultaría de la convención nacional anunciada para realizarse el cinco de febrero. Si esa iniciativa puede tener sustento y proyección reales, será sólo en la medida en que se concilien las perspectivas y los intereses de la CNC y de las agrupaciones que se reúnan mañana con el presidente Fox.
En esa reunión tampoco estará presente el sector agrícola empresarial, el que se agrupa en el Consejo Nacional Agropecuario, que forma parte del Consejo Coordinador Empresarial. Sus aspiraciones y problemas no necesitan ser expuestos ante el gobierno, porque el Presidente mismo y el secretario Usabiaga forman parte de tal sector, y porque un número significativo de sus integrantes será beneficiario del generoso decreto que canceló la deuda fiscal agropecuaria, aparecido el viernes tres de enero en el Diario Oficial de la Federación. Este subsidio favorecerá a causantes del impuesto sobre la renta y al valor agregado que no hayan podido pagarlos en ejercicios anteriores, e incluye el principal y no sólo las multas y recargos. Su positivo alcance será, sin embargo, muy limitado, pues se refiere sólo a la actividad agropecuaria de carácter comercial y no al vasto espectro de la agricultura y ganadería de subsistencia o caído en la economía informal.
Cualquiera que sea el desenlace de los encuentros gubernamentales con las agrupaciones de gente del campo, el tema será uno de los dominantes en la campaña electoral del año que comienza. Si bien ya sólo una cuarta parte de la población del país depende de las actividades rurales, es claro que la vida urbana no puede desvincularse del campo al punto de ignorar sus dificultades o al grado de simplemente deplorarlas como si fueran circunstancia ajena. Y es claro también que una de las funciones de la democracia electoral ha de ser la de una pedagogía ciudadana que a través de diagnósticos y propuestas configure el retrato del país que somos y queremos ser.
La legislativa del 2003 es la primera elección federal después de que el PRI perdió la Presidencia de la República. Es seguro que los partidos la vean como acontecimiento fundacional. Así debería ocurrir al menos, y ser entendida como una oportunidad para recrear la política. Estamos padeciendo la paradoja de que un país donde se practicó hasta ahora muy poco la participación, esté abominando de ella cuando ni siquiera ha ofrecido sus frutos. En parte por una campaña que mal esconde sus tufos autoritarios, y en parte también porque los practicantes de la política la presentan como una actividad deleznable, cunde el desinterés ciudadano por los asuntos que les son propios, y de la ajenidad se pasa al desdén y aun al rechazo. Fue tan elemental el sistema de relaciones políticas instaurado por la larga permanencia del PRI en el poder, que la actividad ciudadana favorecedora del cambio pareció satisfacerse con la mera sustitución de ese partido en la Presidencia, como si en ese objetivo se hubieran agotado todos los de la democracia. Y puesto que no es así, la responsabilidad de los partidos consiste no sólo en ganar curules en San Lázaro, sino en revitalizar la vida política, haciéndola entender como condición necesaria para la convivencia social, en vez de que se la vea como oneroso modus vivendi de unos cuantos.
La transición hacia un sistema de elecciones realmente contendidas y poderes equilibrados no se realizó en un acto sino en un proceso. Paulatinamente el régimen priista fue cediendo espacios a la participación ciudadana, y disminuyó, por ende, su capacidad de dominación. De un Congreso donde la oposición era sólo elemento escenográfico se pasó en 1988 a la imposibilidad priista de practicar con su sola fuerza enmiendas constitucionales. Luego, en 1997 el PRI dejó por primera vez de ser el poder hegemónico en la Cámara de Diputados, y sólo tres años después también en la de senadores. Pero en el 2000 no fue posible a la oposición enviar a aquel partido al desván de los trastos rotos. Le arrebató la Presidencia pero no le hizo perder una presencia decisoria en las cámaras. De suerte que, si eso ha de ocurrir, este año es la primera ocasión en que la oportunidad se ofrece, de que el grupo priista sea menor que otro. Y, de suceder así, el resultado en la elección de diputados quedaría matizado por la situación del Senado, que hasta el 2006 seguirá regido por una bancada priista con amplia capacidad de impulsar sus propios intereses.
Una muestra reciente de esa posibilidad ha sido la designación del integrante del Consejo de la Judicatura Federal, que el Senado tenía pendiente desde hace año y medio. Si bien el credo político de los integrantes de ese órgano no es determinante en su actuación, es importante subrayar que por primera vez ha sido nombrado un militante, con méritos no judiciales o jurídicos sino políticos, y que el nombramiento recayó en un priista notable. Se trata del abogado poblano Miguel Ángel Quiroz Pérez, dueño de una carrera propia pero cercano en los tiempos recientes al senador Manuel Bartlett, durante cuyo gobierno en Puebla presidió el comité estatal del PRI y la gran comisión de la legislatura local. Diputado federal dos veces, en la segunda tuvo una sobresaliente participación como integrante de la Sección Instructora que estudió el desafuero de Óscar Espinosa Villarreal. A últimas fechas representaba a su partido en la mesa de diálogo para la reforma del Estado, coordinada por la Secretaría de Gobernación.
Con su designación se cubrió una de las dos vacantes en el Consejo de la Judicatura Federal. La otra será colmada en breve por el pleno de la Suprema Corte de Justicia. El nombramiento debió realizarse en noviembre, y al efecto se abrió una convocatoria pública (que, digámoslo entre paréntesis, no sirvió como ejemplo al Senado para hacer su propia designación). Pero siendo inminente la sustitución del presidente del máximo tribunal, que lo es también del Consejo, los ministros juzgaron pertinente aplazar el nombramiento del consejero que les corresponde y desahogar primero la más eminente función de escoger al primo inter pares que los gobierna.
Lo hicieron apenas concluyó el receso invernal del pleno, al comenzar el año. El jueves dos fue elegido Mariano Azuela Güitrón en reemplazo de Genaro David Góngora Pimentel. No se requirió sino una ronda de votación para que se le escogiera. Al hacerlo, los ministros practicaron un acto de justicia y de eficacia. En algún momento Azuela Güitrón debía presidir la Corte. No tiene menor mérito que sus diez compañeros y sí mayor experiencia que todos ellos. Es el decano de ese tribunal, pues en este 2003 a cuyo inicio fue elegido cumple veinte años de ejercer la máxima autoridad judicial en nuestro país. Ha sido nombrado ministro en dos épocas y bajo principios políticos y jurídicos diversos. Su estructura ética, su complexión profesional lo harían elegible bajo cualquier circunstancia. No fue extraño que cuando el presidente Zedillo perpetró contra la Corte el juicio sumarísimo por el que sometió a degüello a sus veintitantos miembros, considerara indispensable poner a salvo a dos justos, al ministro Juan Díaz Romero y a Azuela Güitrón.
Su nombramiento ha sido recibido con beneplácito. El Presidente Fox le envió una carta de felicitación, y el jefe de Gobierno del Distrito Federal López Obrador encomió la elección como un acto de independencia. Sólo alguna descalificación se ha intentado, en vista de su catolicismo, que el nuevo presidente de la Corte no oculta ni blande, sino sólo profesa y practica. Peligroso sería que un fundamentalista encabezara la autoridad judicial. Azuela Güitrón está lejos de serlo. Como lo definió con oportuno acierto Gerardo Laveaga “es un amante del diálogo y sabe reconocer sus errores”.